Desde
la LOE, nuestros currículos incorporan un elemento determinante, las
competencias, que al parecer debieran orientar el para qué
del conjunto de contenidos y procedimientos de evaluación de cada
área.
Este
real decreto se basa en la potenciación del aprendizaje por
competencias, integradas en los elementos curriculares para
propiciar una renovación en la práctica docente y
en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Se proponen nuevos
enfoques en el aprendizaje y evaluación, que han de suponer un
importante cambio en las tareas que han de resolver los alumnos y
planteamientos metodológicos innovadores. La competencia supone
una combinación de habilidades prácticas, conocimientos,
motivación, valores éticos, actitudes, emociones, y otros
componentes sociales y de comportamiento que se movilizan
conjuntamente para lograr una acción eficaz. Se contemplan, pues,
como conocimiento en la práctica, un conocimiento adquirido a
través de la participación activa en prácticas sociales que, como
tales, se pueden desarrollar tanto en el contexto educativo formal, a
través del currículo, como en los contextos educativos no formales
e informales.
Nada
nuevo, en teoría, para el profesorado de lengua y literatura, a
quien el concepto de competencia era familiar desde mucho atrás
(aunque, como veremos más adelante, desde presupuestos bien
diferentes). Otra cosa es que el paulatino pero radical viraje
operado en el ámbito de la Lingüística desde los planteamientos
inmanentistas (un sistema abstracto, una hablante y un
oyente ideal, tal y como pretendían Saussure y Chomsky) a los
enfoques comunicativos no haya tenido un impacto real en las aulas, y
las más de las veces la aproximación a la lengua se lleve a cabo haciendo
abstracción de los usos lingúísticos reales, de lo que las
personas hacemos (y de lo que nos hacen) con las palabras.
¿Qué
entendemos por "competencia comunicativa"? Carlos Lomas nos
ofrece en el prólogo al libro Fundamentos
para una enseñanza comunicativa del lenguaje una
esclarecedora síntesis del nacimiento y evolución de esta nueva
mirada:
"Con
el fin de superar el alto grado de abstracción y el inmanentismo de
unas teorías gramaticales que ignoraban lo que las personas hacen
con las palabras en situaciones y contextos concretos de
comunicación y con diferentes finalidades, Hymes (1971)
definió la competencia comunicativa, en su ya clásico ensayo “On
communicative competence”, como un saber «cuándo hablar,
cuándo no, y de qué hablar, con quién, cuándo, dónde, y en qué
forma». Por ello, en opinión de Hymes no se trata tan solo de
saber construir enunciados gramaticalmente correctos sino también de
saber utilizarlos en contextos concretos de comunicación y de saber
evaluar si son o no socialmente apropiados.
Un
año más tarde, John Gumperz y Dell Hymes (1972) definen con
mayor claridad el concepto de competencia comunicativa al
referirse a “aquello que un hablante necesita saber para
comunicarse de manera eficaz en contextos socialmente significantes".
Por
ello, como señala Muriel Saville-Troike, “la competencia
comunicativa implica conocer no sólo el código lingüístico, sino
también qué decir a quién, y cómo decirlo de manera apropiada en
cualquier situación dada. Tiene que ver con el conocimiento
social y cultural que se les supone a los hablantes y que les permite
usar e interpretar las formas lingüísticas. […] La competencia
comunicativa incluye tanto el conocimiento como las expectativas
respecto a quién puede o no puede hablar en determinados contextos,
cuándo hay que hablar y cuándo hay que guardar silencio, a quién
se puede hablar, cómo se puede hablar a personas con diferentes
estatus y papeles, cuáles son los comportamientos no verbales
adecuados en diferentes contextos, cuáles son las rutinas para tomar
la palabra en una conversación, cómo preguntar y proveer
información, cómo pedir, cómo ofrecer o declinar ayuda o
cooperación, cómo dar órdenes, cómo imponer disciplina, etc. En
pocas palabras, todo aquello que implica el uso lingüístico en un
contexto social determinado." (Saville-Troike, 1982, citada en
Calsamiglia y Tusón 2012 [1999]: 31).
En
este contexto Michael Canale y Merril Swain (1980)
estudian en un clásico trabajo las implicaciones que el concepto de
competencia comunicativa tiene en la enseñanza de segundas
lenguas y ahondan en ese concepto distinguiendo en su seno hasta tres
(sub)competencias diferentes aunque dialécticamente
interrelacionadas: la competencia lingüística, la
competencia sociolingüística y la competencia
estratégica. En su opinión, “no existen razones
teóricas o empíricas para pensar que la competencia gramatical
resulte ni más ni menos crucial para lograr el éxito en la
comunicación que las competencias sociolingüísticas y
estratégica”. Por ello, un enfoque comunicativo debe partir de las
necesidades de comunicación del aprendiz y dar respuesta a las
mismas por lo que “resulta de particular importancia basar el
enfoque comunicativo en las variedades de la lengua que el aprendiz
se va a encontrar con mayor probabilidad en el marco de situaciones
comunicativas reales”. Finalmente “el estudiante ha de gozar de
oportunidades para interactuar con hablantes de dicha lengua
plenamente competentes en intercambios significativos, es decir, para
responder a necesidades comunicativas auténticas en situaciones
reales” (Canale y Swain, 1980).
Unos
años más tarde, Michael Canale (1983) revisa esa distinción entre
competencia gramatical, sociolingüística y estratégica y otorga
una mayor autonomía al componente discursivo, inicialmente incluido
en la competencia sociolingüística, hasta el punto de entenderlo
como un contenido específico de una cuarta competencia, la
competencia discursiva. De igual manera, concibe la
comunicación como “una forma de interacción social y en
consecuencia se adquiere normalmente y se usa mediante la
interacción social” que “tiene lugar en contextos
discursivos y socioculturales que rigen el uso apropiado de la lengua
y ofrecen referencias para la correcta interpretación de las
expresiones (…)” ya que “siempre tiene un propósito (por
ejemplo, establecer relaciones sociales, persuadir o prometer),
implica un lenguaje auténtico, opuesto al lenguaje inventado de los
libros de texto y se juzga que se realiza con éxito o no sobre la
base de resultados concretos” (Canale, 1983)."
Los
enfoques comunicativos impregnaron los currículos -y las prácticas-
de la enseñanza de segundas lenguas a partir de los años 80, y una
década más tarde lo hicieron también en la enseñanza de las
primeras lenguas. En España es así, sin excepción, desde la LOGSE.
Otra cosa es que la transposición real a las aulas de estos enfoques
esté encontrando infinitas resistencias, apuntaladas por las rutinas
escolares -para muchos docentes aún hoy enseñar lengua es enseñar
sintaxis e historia de la literatura-, los libros de texto y una
inadecuada formación inicial.
Sin embargo, el énfasis en las competencias básicas (LOE) o competencias clave (LOMCE) es quizá la principal seña de identidad de los últimos currículos. ¿A qué obedece este viraje? ¿Desde qué instancias se impulsa?
“Algunos
autores (Bronckart y Dolz, 2007) -concluye Lomas- invitan a una
lectura crítica de actual énfasis en el aprendizaje de competencias
básicas ya que “la lógica de la formación por competencias
nos llega desde los poderes económicos y está asociada a un
proyecto de desregulación neoliberal al que hay que resistir
firmemente y denunciar sus objetivos sociopolíticos” por lo
conviene vindicar que “la elección del objeto y de los propósitos
de enseñanza se realice no en función de las competencias
solicitadas a un alumno para que se adapte al carácter fluctuante de
las situaciones laborales sino en función del análisis de los
conocimientos prácticos requeridos para participar plenamente en la
vida social y comunicativa”.
De
ello hablaremos en nuestra próxima entrada.
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