Enseñar a leer, fomentar el hábito
lector o desarrollar habilidades de investigación es impensable sin bibliotecas
escolares y sin equipos interdisciplinares al frente que cuenten con formación
y recursos.
No. La biblioteca escolar no puede ser sin más ese espacio
luminoso y cálido en que se recibe a las familias a principio de curso. (Antes
o después habrán de saber, además, que el espacio que habitan sus hijos e hijas
de lunes a viernes y de septiembre a junio se parece más a una celda -desnudas
las paredes, arracimados los cuerpos-, que a esa estancia al menos amplia y
confortable. Urge también un cambio en la arquitectura de los centros).
No. La biblioteca escolar no puede ser sin más ese expositor,
ese mural, ese panel en que se visibilizan las nuevas adquisiciones, las
mujeres escritoras o las lenguas del instituto. (O esos libros se leen y se
comentan y se discuten; o esa visibilización femenina se hace extensiva a todas
las áreas del currículo en el marco de una decidida apuesta coeducativa que
impregne cada rincón y cada gesto; o ese panel se traduce en una incorporación
al proyecto lingüístico del centro de las lenguas de nuestro alumnado… o todo
será tan solo humo y merchandising).
No. La biblioteca escolar no puede ser sin más la celebración
del Día del Libro -o el 30 de enero o el 8 de marzo- o la visita de tal o cual
escritor. (Porque el proyecto educativo de centro no está en las fotos que se
suben a las redes sociales ni en las chapas que se pegan a la fachada del
instituto, sino en la cara oculta del iceberg).
No soy bibliotecaria. Sé, sin embargo, lo que les debo a las
bibliotecas (como estudiante antaño, como lectora hoy, como madre siempre). Y
sé, como docente, que las bibliotecas escolares resultan imprescindibles para
la equidad educativa y para llevar adelante un proyecto educativo que no sea un
patchwork de iniciativas aisladas.
Otra gente podría explicarlo mucho mejor que yo. Pero urge que multipliquemos nuestras voces para hacer ver la necesidad de
una pieza -pilar y nudo- que no aparece hoy por hoy en el imaginario pedagógico
ni de gran parte de la comunidad educativa ni de los responsables políticos.
Empezaré desde el principio. Durante muchos años, algunos de
los cometidos tradicionalmente encomendados a la escuela parecían
exclusivamente asignados al profesorado de lenguas: la enseñanza de la lectura -que en nuestra ingenuidad, nuestra
ignorancia más bien, creíamos que era cosa de los primeros años de Primaria,
cuando lo cierto es que a leer nunca terminamos de aprender y nunca deberíamos
terminar de enseñar-; la educación
literaria -entendida no solo como transmisión de un patrimonio, sino
también como fomento del hábito lector y desarrollo de las habilidades de
interpretación- ; y la alfabetización
informacional y mediática – proporcionar estrategias de búsqueda, selección
y evaluación de información procedente de diferentes fuentes para integrarla de
manera ética en un proyecto propio, o de lectura crítica de los mensajes de los medios de
comunicación e hipertextos de internet, entre otras cosas-.
Pronto nos dimos cuenta de que solos no íbamos a ningún lado.
¿De qué servía que, en el mejor de los casos, el Departamento de Lengua y Literatura
hiciera un esfuerzo por coordinar sus lecturas y buscara el diseño de
itinerarios de progreso, si paralelamente el profesorado de otras áreas
“mandaba leer” otros textos al margen de cualquier plan consensuado, gradual y
complementario en sus propuestas? ¿De qué servían las “listas de libros” si
muchos estudiantes no podían hacerse con un ejemplar del título prescrito? ¿De
qué servía limitarse a un número de lecturas obligatorias por curso y área, si
todo ello se revelaba inútil en el afán de fomentar los hábitos lectores,
especialmente de aquellos que no nacieron en hogares rodeados de libros? Eran
los años 90 del siglo pasado: muchos centros -algunos centros- se afanaron en
recuperar unos espacios reducidos a su condición de almacén para hacerlos
hospitalarios y fértiles.
Llegó luego PISA y, a su abrigo, multitud de investigaciones
en torno a los procesos lectores: aprendimos entonces que leer no es acceder al
significado encerrado en un texto, sino construir su sentido en un diálogo
entre textos y lectores en los que el contexto -el propósito de la lectura, por
ejemplo- tiene también un papel fundamental. Aprendimos que saber leer
significa saber leer textos diferentes (en sus temas, estructuras, soportes,
intenciones, etc.), de ámbitos diversos,
y hacerlo además con espíritu crítico
desde una perspectiva sociocultural. Y aprendimos
también a precisar qué tipo de obstáculos se interponen en nuestra comprensión
cabal de un texto, y cómo es ya posible afinar en el diagnóstico e intervenir
de manera adecuada entre textos y aprendices. Comprendimos que el desarrollo de
estrategias de lectura reclamaba la concurrencia del profesorado de todas las
áreas, y que necesitábamos una sólida formación compartida de la que hasta el
momento carecíamos.
Llegó luego, en fin, todo lo demás. Fue primero el énfasis en
cuanto tiene que ver con la alfabetización informacional y mediática. El
aprendizaje por proyectos -al fin legitimado socialmente y espoleado como
señuelo en el mercado educativo- reclamaba un cuidadoso acompañamiento en las
tareas de investigación. La irrupción del ecosistema digital nos obligaba a ir
más allá del entorno audiovisual para llegar a las nuevas formas de comunicar y
(des)informar a través de la red… y todo ello requería aprendizajes específicos.
Si no queríamos que quienes pudieran volar fueran solo quienes ya venían con
las alas de casa, tendríamos que arremangarnos.
Se produjo entonces una enorme fractura: a un lado, aquellos
centros -aquellos territorios- en que hubo una decidida voluntad política y
pedagógica de transformar las viejas bibliotecas escolares en centros de
recursos para la enseñanza y aprendizaje, de ampliar sus fronteras desde el puro
espacio físico a espacio medular en el proyecto educativo de centro, y de proporcionar
formación y recursos. De otro, aquellos centros -aquellos territorios- en que
la administración educativa se desentendió de las bibliotecas escolares y las
dejó, literalmente, morir.
Pongamos nombres propios. Probablemente no haya un proyecto
de innovación educativa más sólido, más inclusivo, más extendido en el espacio
y más sostenido en el tiempo que el impulsado por las bibliotecas escolares de
Galicia. Son centenares los colegios e institutos con equipos responsables de
biblioteca que trabajan en red, se forman conjuntamente y cuentan con
magníficos foros en que intercambiar experiencias. Hora de lectura, leer en
común, radio en la biblio, taller de podcasts, clubes de lectura, proyectos de
investigación, maletas viajeras… Algo tendrá que ver sin duda toda esta labor
con el hecho de que sea Galicia
la comunidad autónoma en la que menos impacto tiene el origen socioeconómico del
alumnado a la hora de predecir su resultado educativo.
En el otro polo, aquellas comunidades que se han desentendido
secularmente de las bibliotecas escolares. Son, algunas de ellas, las
regiones con mayor segregación escolar de toda Europa, y en las que
más pesa el contexto socioeconómico del alumnado en el rendimiento escolar.
Son, también, aquellas que alientan los fuegos de artificio: envoltorios y
reclamos que tratan de hacerse con el favor del cliente –“libertad de elección”
lo llaman- y una nueva placa en la fachada del centro. Lejos del funcionamiento
colegiado y democrático, lo que se impone es el mandato vertical… o el
individualismo absoluto.
Cuando decimos que la biblioteca escolar debiera ser el
centro neurálgico de la escuela es porque no se nos ocurre otra instancia que
pueda hacer frente, de manera colectiva y rigurosa, a los múltiples desafíos a
los que hoy en día ha de dar respuesta la escuela: desde la compensación de
desigualdades a la cohesión de la comunidad educativa, desde el llamado “éxito
escolar” a la conformación de una sociedad culta, comprometida y democrática.
“No necesitamos planes, necesitamos leyes”. Las palabras son
de Clara Budnick, una de las mayores expertas mundiales en bibliotecas. Las
pronunció en el marco del encuentro Leer Iberoamérica Lee
celebrado hace unos días en Madrid y me llegaron -me golpearon- a través del
twitter de Cristina Novoa, responsable y artífice, junto a un sólido equipo, de
la red de bibliotecas escolares de Galicia. “No queremos ya más `experiencias´:
necesitamos protocolos de actuación”. La exigencia es ahora de Pepe García
Guerrero, impulsor de la red de bibliotecas escolares de Málaga entre los años
2000 y 2015, y fueron pronunciadas hace ya más de una década. Ojalá el próximo
equipo ministerial tome buena nota.
Si de verdad queremos conseguir todos aquellos objetivos que
adornan los preámbulos legislativos necesitamos bibliotecas escolares. Y si
queremos bibliotecas escolares necesitamos formación y recursos. Una formación
que llegue adonde no llegó nuestra formación inicial y que sea compartida por
equipos directivos y claustros docentes. Y necesitamos también unos recursos
que se traduzcan en presupuestos y en tiempos. Sin tiempos compartidos para la
biblioteca escolar los centros escolares seguirán siendo racimos de burbujas en
permanente agitación pero incapaces de fundirse en un proyecto común.
Artículo publicado en El Diario de la Educación.
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