(El texto que sigue fue escrito hace casi 10 años. A partir de un par de
viajes familiares, reflexiono acerca de la educación literaria y artística en
la infancia y adolescencia).
En el
verano de 1999, José Ángel y yo viajamos por primera vez a Italia con nuestros
tres hijos. Ignacio, el mayor, tenía 7 años; José acababa de cumplir los 6 y
Pedro tenía cuatro años. Nos alojábamos en Siena, en el corazón de la Toscana,
en una casa próxima a la Piazza del Campo. Todas, todas las tardes, acabábamos
allí sentados, sobre el pavimento, y yo les contaba a los niños historias de la
mitología. Pronto se me acabó el repertorio confiado a la memoria, y hube de
hacerme con un libro que leía a escondidas antes de salir de casa para
poder luego responder con aparente espontaneidad a sus expectativas. De esta
manera, y aunque en nuestras pequeñas excursiones jamás salíamos de la Toscana,
ellos contaban con pequeños alicientes a la hora de llegar, pongamos por caso,
a Florencia: buscarían a Perseo en la Piazza della Signoria o a Baco en los
jardines de Boboli... Cuando mirábamos al cielo pensábamos en Dédalo e Ícaro y
cuando cogíamos moras en Píramo y Tisbe. Lo que entonces les gustaban eran,
claro, las historias, y aunque ya por entonces eran voraces lectores, había
relatos que preferían escuchar de viva voz.
Fue tal
la inmersión clásica y renacentista de aquel viaje, que durante años albergué
dudas acerca de cómo habrían de interiorizar todo aquello. Por eso sentí una
enorme alegría cuando once años más tarde, a la hora de planificar nuestro
viaje del verano, propusieron que regresáramos a Italia. Fue emocionante volver
a visitar lugares ya conocidos de los que ellos, sin embargo, apenas guardaban
memoria, y asomarnos juntos a otros hasta entonces desconocidos. Compartimos,
de nuevo, esa bóveda común del imaginario europeo que es la Antigüedad
grecolatina, y en esta ocasión pudimos detenernos, ya sí, en el recorrido por
iglesias y museos, galerías y conventos. La pintura y la escultura no son las
más de las veces sino fotogramas de apasionantes relatos, y por ello tirábamos
de ese hilo para acudir, esta vez colectivamente, al magma común de las
narraciones bíblicas y mitológicas: sólo así podríamos desentrañar qué enigma
escondían la mirada de David, los cabellos de Medusa, el abandono de Dánae, la
sangre de Holofernes.
Años
atrás, de Perseo nos había interesado sobre todo su peripecia: cómo el rey
Acrisio, para evitar el cumplimiento del oráculo que le vaticinaba que moriría
a manos de su nieto, hizo encerrar a su única hija, Dánae, en una torre. Y cómo
Zeus, encaprichado de la joven, la fecundó en forma de lluvia de oro. Cómo de
este embarazo nació Perseo y cómo niño y madre se echaron a la mar para evitar
ser muertos por Acrisio. Cómo llegaron a la isla de Séfiros donde fueron
acogidos por Dictis, hermano del rey Polidectes. Y cómo Polidectes, que deseaba
unirse a Dánae, decidió años más tarde librarse del joven Perseo encomendándole
lo que era, a todas luces, una misión imposible: la de conseguir la cabeza de
la Gorgona Medusa, a la que nadie osaba aproximarse pues convertía en piedra a
todo aquel que la miraba. Sabíamos de los utensilios de que se valió Perseo
para vencer a Medusa: la hoz y el zurrón, el reluciente escudo y las sandalias
aladas, el casco que le permitía volverse invisible, regalos estos de los
dioses Hermes y Atenea. Sabíamos que consiguió engañar a las Grayas
arrebatándoles su único ojo y ofreciéndoselo a cambio de que le dijeran dónde
se hallaba Medusa, y cómo logró aproximarse a ella sin peligro utilizando el
escudo como espejo; cómo guardó su cabeza –su terrible cabeza, que tenía
serpientes en lugar de cabellos- en el zurrón y cómo, de regreso a la isla, no
tuvo más que mostrarla al rey Polidectes para que este quedará súbitamente
convertido en piedra. Y cómo, cerrando el ciclo, decidió participar en unos
juegos convocados por el rey Acrisio hasta que uno de sus discos, desviándose
del que hubiera debido ser su curso natural, acabó en el pecho de su abuelo
dando cumplimiento así al oráculo...
Perseo y la cabeza de Medusa. Benvenuto Cellini.
En
aquel entonces, Perseo era el Perseo de Cellini, y Medusa, una hermosísima
joven pese a sus horrendos cabellos. En esta ocasión, en 2010 quiero decir, los
Uffizi nos ofrecían un extraño contrapunto al retrato de Medusa: no era ya
escultura sino pintura, no era Cellini sino Caravaggio, y no era hermosa...
sino horrible. Al contemplarla, parecía hacerse realidad aquello de que quien
osara mirarla a los ojos quedaba inmediatamente petrificado, pues aún hoy el
espectador no puede evitar un escalofrío, y no costaba creer que durante años
su imagen figurara en los escudos de los más esforzados guerreros, en la
creencia de que aquel no era ya tan sólo un arma defensiva, sino que podía
contribuir a intimidar e incluso paralizar al adversario.
Cabeza de Medusa. Caravaggio
La Medusa
de Caravaggio aparece ya sin cuerpo y sin Perseo, convertida en un objeto,
aislada del relato que la vinculaba a su vida y a otras vidas. ¿Por qué era tan
hermosa en Cellini y tan terrible en Caravaggio? ¿Quién era en realidad Medusa?
Porque de Perseo conocíamos la historia, pero no así de su adversaria.
Medusa
–nos lo cuenta Ovidio- era una de las tres hermanas Gorgonas, joven bellísima,
sacerdotisa del templo de Atenea. Cuando fue allí mismo violada por Poseidón,
la diosa, agraviada y enfurecida, decidió tomar venganza en la joven
convirtiéndola en una mujer monstruosa con serpientes en lugar de cabellos. En
el relato de Ovidio, recordemos, el castigo se nos presenta como justamente
merecido.
La contemplación
de esta segunda Medusa –aún habríamos de ver alguna más en los días inmediatos-
nos llevaba en dos direcciones diferentes. Por una parte, al resto de la obra
de Caravaggio y a la de sus seguidores. Por otra, a la de tantos relatos de
raptos y violaciones presentes en la tradición grecolatina y en la iconografía
antigua y contemporánea.
De Medusa a Caravaggio
Vayamos con el primero de esos cabos.
Sí, a Caravaggio le gustaba mostrar las cabezas desprendidas de sus troncos.
Las decapitaciones son frecuentes en sus cuadros: Judith con la cabeza de
Holofernes; Salomé con la cabeza del Bautista; David con la cabeza de Goliat;
Abraham a punto de decapitar a Isaac.
Judith y Holofernes. Caravaggio.
Salomé con la cabeza de Juan el Bautista. Caravaggio.
David con la cabeza de Goliat. Caravaggio.
El sacrificio de Isaac. Caravaggio.
Las cuatro estampas nos remitían a la Biblia, y en ella hubimos de
indagar los pormenores de cada uno de los episodios: teníamos frescos los dos
últimos –aunque no recordábamos que David hubiera cortado la cabeza de Goliat-,
pero se nos desdibujaban los primeros. Salomé, hija de Herodías, la amante de
Herodes, pidió a este la cabeza del Bautista como regalo de cumpleaños a
petición de su madre: harta estaba ya de los reproches del Bautista acerca de
su unión con Herodes, de quien había sido primero cuñada.
Las razones de Judith, sin embargo, fueron otras: las de salvar a su
pueblo de la opresión de los egipcios. Sedujo a su rey, dejó que se
emborrachara, y finalmente lo decapitó. Cuando sus hombres fueron a buscar a
Holofernes para hacer frente a la sedición de los israelitas quedaron tan
aterrorizados que no llegaron siquiera a empuñar las armas.
¿Pero de dónde le viene a Caravaggio – a él y a tantos de sus
contemporáneos-, esa atracción por la sangre y la muerte, por las mutilaciones
y el horror? Había muchos espacios posibles por los que adentrarnos.
·
Podíamos, como
habíamos hecho en un primer momento, rastrear el espacio entre la obra de
Caravaggio y las historias –fueran mitológicas o bíblicas- de que se nutrían
sus lienzos, y especular acerca de que a qué luz
había querido mostrarlas. Centrarnos en la obra en sí y proceder a un
análisis pormenorizado de su fondo y de su forma.
·
Pero podíamos,
también, explorar el espacio entre la biografía de Caravaggio y su pintura; tratar de dilucidar qué conexiones había entre el hombre y su
creación, por qué esa obsesión por las cabezas: por qué fueron esos y no otros
los episodios escogidos, qué hilo enhebra los distintos cuadros del artista. Es
decir, servirnos de la obra para indagar en la psicología de su autor.
·
O incluso, abriendo un poco más el
objetivo de nuestra cámara, tratar de recrear el espacio entre la obra y sus
contemporáneos, y preguntarnos por las condiciones de recepción de los cuadros
de Caravaggio, y si era compartida esa obsesión por la teatralización de la
mutilación y la sangre, y a qué respondía. Tomar la obra como pretexto para
zambullirnos en determinado contexto ideológico, cultural, artístico.
·
Según fuéramos avanzando en nuestro
recorrido por pinacotecas y museos, podríamos además, como inevitablemente
habíamos hecho, establecer comparaciones entre el tratamiento dado por él y
por otros artistas a un mismo episodio, a un mismo personaje, y comparar
así las medusas de Cellini y Caravaggio; o el David de Caravaggio con el de
Miguel Ángel, el de Verrochio, el de Bernini.
·
Y aún es posible incluso –el salto era
inevitable-, establecer nexos entre algunos de esos cuadros y el gore contemporáneo,
entre la pintura barroca y el cine actual, entre los frescos de antaño y los
cómics de ahora, e indagar acerca de las semejanzas en la recepción de unas
artes y otras, acerca del misterioso atractivo que lo feo y lo monstruoso
ejercen sobre los más insignes artistas y los más cultivados espectadores.
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