martes, 16 de julio de 2019

La educación del imaginario (1)


(El texto que sigue fue escrito hace casi 10 años. A partir de un par de viajes familiares, reflexiono acerca de la educación literaria y artística en la infancia y adolescencia).
 

En el verano de 1999, José Ángel y yo viajamos por primera vez a Italia con nuestros tres hijos. Ignacio, el mayor, tenía 7 años; José acababa de cumplir los 6 y Pedro tenía cuatro años. Nos alojábamos en Siena, en el corazón de la Toscana, en una casa próxima a la Piazza del Campo. Todas, todas las tardes, acabábamos allí sentados, sobre el pavimento, y yo les contaba a los niños historias de la mitología. Pronto se me acabó el repertorio confiado a la memoria, y hube de hacerme con un libro que leía a escondidas antes de salir de casa para poder luego responder con aparente espontaneidad a sus expectativas. De esta manera, y aunque en nuestras pequeñas excursiones jamás salíamos de la Toscana, ellos contaban con pequeños alicientes a la hora de llegar, pongamos por caso, a Florencia: buscarían a Perseo en la Piazza della Signoria o a Baco en los jardines de Boboli... Cuando mirábamos al cielo pensábamos en Dédalo e Ícaro y cuando cogíamos moras en Píramo y Tisbe. Lo que entonces les gustaban eran, claro, las historias, y aunque ya por entonces eran voraces lectores, había relatos que preferían escuchar de viva voz.


Fue tal la inmersión clásica y renacentista de aquel viaje, que durante años albergué dudas acerca de cómo habrían de interiorizar todo aquello. Por eso sentí una enorme alegría cuando once años más tarde, a la hora de planificar nuestro viaje del verano, propusieron que regresáramos a Italia. Fue emocionante volver a visitar lugares ya conocidos de los que ellos, sin embargo, apenas guardaban memoria, y asomarnos juntos a otros hasta entonces desconocidos. Compartimos, de nuevo, esa bóveda común del imaginario europeo que es la Antigüedad grecolatina, y en esta ocasión pudimos detenernos, ya sí, en el recorrido por iglesias y museos, galerías y conventos. La pintura y la escultura no son las más de las veces sino fotogramas de apasionantes relatos, y por ello tirábamos de ese hilo para acudir, esta vez colectivamente, al magma común de las narraciones bíblicas y mitológicas: sólo así podríamos desentrañar qué enigma escondían la mirada de David, los cabellos de Medusa, el abandono de Dánae, la sangre de Holofernes.

Años atrás, de Perseo nos había interesado sobre todo su peripecia: cómo el rey Acrisio, para evitar el cumplimiento del oráculo que le vaticinaba que moriría a manos de su nieto, hizo encerrar a su única hija, Dánae, en una torre. Y cómo Zeus, encaprichado de la joven, la fecundó en forma de lluvia de oro. Cómo de este embarazo nació Perseo y cómo niño y madre se echaron a la mar para evitar ser muertos por Acrisio. Cómo llegaron a la isla de Séfiros donde fueron acogidos por Dictis, hermano del rey Polidectes. Y cómo Polidectes, que deseaba unirse a Dánae, decidió años más tarde librarse del joven Perseo encomendándole lo que era, a todas luces, una misión imposible: la de conseguir la cabeza de la Gorgona Medusa, a la que nadie osaba aproximarse pues convertía en piedra a todo aquel que la miraba. Sabíamos de los utensilios de que se valió Perseo para vencer a Medusa: la hoz y el zurrón, el reluciente escudo y las sandalias aladas, el casco que le permitía volverse invisible, regalos estos de los dioses Hermes y Atenea. Sabíamos que consiguió engañar a las Grayas arrebatándoles su único ojo y ofreciéndoselo a cambio de que le dijeran dónde se hallaba Medusa, y cómo logró aproximarse a ella sin peligro utilizando el escudo como espejo; cómo guardó su cabeza –su terrible cabeza, que tenía serpientes en lugar de cabellos- en el zurrón y cómo, de regreso a la isla, no tuvo más que mostrarla al rey Polidectes para que este quedará súbitamente convertido en piedra. Y cómo, cerrando el ciclo, decidió participar en unos juegos convocados por el rey Acrisio hasta que uno de sus discos, desviándose del que hubiera debido ser su curso natural, acabó en el pecho de su abuelo dando cumplimiento así al oráculo...



Perseo y la cabeza de Medusa. Benvenuto Cellini.


En aquel entonces, Perseo era el Perseo de Cellini, y Medusa, una hermosísima joven pese a sus horrendos cabellos. En esta ocasión, en 2010 quiero decir, los Uffizi nos ofrecían un extraño contrapunto al retrato de Medusa: no era ya escultura sino pintura, no era Cellini sino Caravaggio, y no era hermosa... sino horrible. Al contemplarla, parecía hacerse realidad aquello de que quien osara mirarla a los ojos quedaba inmediatamente petrificado, pues aún hoy el espectador no puede evitar un escalofrío, y no costaba creer que durante años su imagen figurara en los escudos de los más esforzados guerreros, en la creencia de que aquel no era ya tan sólo un arma defensiva, sino que podía contribuir a intimidar e incluso paralizar al adversario.

Cabeza de Medusa. Caravaggio

La Medusa de Caravaggio aparece ya sin cuerpo y sin Perseo, convertida en un objeto, aislada del relato que la vinculaba a su vida y a otras vidas. ¿Por qué era tan hermosa en Cellini y tan terrible en Caravaggio? ¿Quién era en realidad Medusa? Porque de Perseo conocíamos la historia, pero no así de su adversaria.

Medusa –nos lo cuenta Ovidio- era una de las tres hermanas Gorgonas, joven bellísima, sacerdotisa del templo de Atenea. Cuando fue allí mismo violada por Poseidón, la diosa, agraviada y enfurecida, decidió tomar venganza en la joven convirtiéndola en una mujer monstruosa con serpientes en lugar de cabellos. En el relato de Ovidio, recordemos, el castigo se nos presenta como justamente merecido.

La contemplación de esta segunda Medusa –aún habríamos de ver alguna más en los días inmediatos- nos llevaba en dos direcciones diferentes. Por una parte, al resto de la obra de Caravaggio y a la de sus seguidores. Por otra, a la de tantos relatos de raptos y violaciones presentes en la tradición grecolatina y en la iconografía antigua y contemporánea.


De Medusa a Caravaggio

Vayamos con el primero de esos cabos. Sí, a Caravaggio le gustaba mostrar las cabezas desprendidas de sus troncos. Las decapitaciones son frecuentes en sus cuadros: Judith con la cabeza de Holofernes; Salomé con la cabeza del Bautista; David con la cabeza de Goliat; Abraham a punto de decapitar a Isaac. 


Judith y Holofernes. Caravaggio.



Salomé con la cabeza de Juan el Bautista. Caravaggio.


David con la cabeza de Goliat. Caravaggio.


 El sacrificio de Isaac. Caravaggio.


Las cuatro estampas nos remitían a la Biblia, y en ella hubimos de indagar los pormenores de cada uno de los episodios: teníamos frescos los dos últimos –aunque no recordábamos que David hubiera cortado la cabeza de Goliat-, pero se nos desdibujaban los primeros. Salomé, hija de Herodías, la amante de Herodes, pidió a este la cabeza del Bautista como regalo de cumpleaños a petición de su madre: harta estaba ya de los reproches del Bautista acerca de su unión con Herodes, de quien había sido primero cuñada.

Las razones de Judith, sin embargo, fueron otras: las de salvar a su pueblo de la opresión de los egipcios. Sedujo a su rey, dejó que se emborrachara, y finalmente lo decapitó. Cuando sus hombres fueron a buscar a Holofernes para hacer frente a la sedición de los israelitas quedaron tan aterrorizados que no llegaron siquiera a empuñar las armas.

¿Pero de dónde le viene a Caravaggio – a él y a tantos de sus contemporáneos-, esa atracción por la sangre y la muerte, por las mutilaciones y el horror? Había muchos espacios posibles por los que adentrarnos.

·        Podíamos, como habíamos hecho en un primer momento, rastrear el espacio entre la obra de Caravaggio y las historias –fueran mitológicas o bíblicas- de que se nutrían sus lienzos, y especular acerca de que a qué luz había querido mostrarlas. Centrarnos en la obra en sí y proceder a un análisis pormenorizado de su fondo y de su forma.

·        Pero podíamos, también, explorar el espacio entre la biografía de Caravaggio y su pintura; tratar de dilucidar qué conexiones había entre el hombre y su creación, por qué esa obsesión por las cabezas: por qué fueron esos y no otros los episodios escogidos, qué hilo enhebra los distintos cuadros del artista. Es decir, servirnos de la obra para indagar en la psicología de su autor.

·        O incluso, abriendo un poco más el objetivo de nuestra cámara, tratar de recrear el espacio entre la obra y sus contemporáneos, y preguntarnos por las condiciones de recepción de los cuadros de Caravaggio, y si era compartida esa obsesión por la teatralización de la mutilación y la sangre, y a qué respondía. Tomar la obra como pretexto para zambullirnos en determinado contexto ideológico, cultural, artístico.

·        Según fuéramos avanzando en nuestro recorrido por pinacotecas y museos, podríamos además, como inevitablemente habíamos hecho, establecer comparaciones entre el tratamiento dado por él y por otros artistas a un mismo episodio, a un mismo personaje, y comparar así las medusas de Cellini y Caravaggio; o el David de Caravaggio con el de Miguel Ángel, el de Verrochio, el de Bernini.

·        Y aún es posible incluso –el salto era inevitable-, establecer nexos entre algunos de esos cuadros y el gore contemporáneo, entre la pintura barroca y el cine actual, entre los frescos de antaño y los cómics de ahora, e indagar acerca de las semejanzas en la recepción de unas artes y otras, acerca del misterioso atractivo que lo feo y lo monstruoso ejercen sobre los más insignes artistas y los más cultivados espectadores.

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