jueves, 25 de abril de 2019

Educar en campaña electoral


Hace unas semanas una alumna de 1º de bachillerato me preguntó por qué en el instituto no se hablaba de política. “¿No se habla de política?”, repliqué. “No”, insistió ella. “¿Y lo echas de menos, lo echáis de menos?”. “Claro -repuso-. Varios amigos míos de 2º de bachillerato van a votar ya este año y dicen que no saben a quién votar.” “¿Y de qué os gustaría que habláramos, de qué manera?” “Pues no que nos coman la cabeza con eso de los partidos y que intenten convencernos de votar a uno o a otro, sino que nos expliquen, por ejemplo, qué diferencia hay entre derecha e izquierda.”


Confieso que el asunto me dejó preocupada. Intuía que en nuestro afán por no ser invasivos a menudo nos quedábamos a las puertas de lo que ellos reclamaban. ¿Miedo? ¿Prudencia? ¿Irresponsabilidad? ¿Ceguera? Me venían a la cabeza simultáneamente dos imágenes: de un lado, la perplejidad y el desconcierto de estos chicos y chicas en un colegio electoral cogiendo una papeleta casi a ciegas; de otro, las infinitas horas invertidas por esos mismos estudiantes a lo largo del curso en aprendizajes absolutamente desconectados de su formación personal y ciudadana. Podremos aducir que claro que en tal y cual asignatura sí se ve esto o lo otro. Pero su percepción, y esa es irrefutable, es que salen del bachillerato -¡del bachillerato!- sin los conocimientos necesarios para votar de manera crítica y autónoma. 

Lo diré de otra manera: es verdad que en muchos centros públicos -no me atrevo a hablar por los privados- sí se abordan cuestiones “políticas” a lo largo de la educación secundaria: derechos humanos y sociales, sostenibilidad medioambiental, etc. Pero la percepción que tienen nuestros estudiantes es que, en términos generales, la política -la de andar por casa, la de todos los días- se queda extramuros de la escuela. Recuerdo haber trasladado la pregunta de mi alumna Mihaela al resto de mis grupos, y la respuesta era coincidente: mis estudiantes quieren saber más de política; tener criterio propio; poder opinar de las noticias que oyen en la radio. Les hablé yo abiertamente de mis dudas -y de la difícil frontera a veces- entre la responsabilidad de educar en un suelo ideológico irrenunciable, el de los derechos humanos, y la irresponsabilidad de prevalernos de una situación de poder para ir más allá de donde deberíamos y atentar contra su libertad de conciencia. En varias ocasiones a lo largo del curso -a propósito de las convocatorias de diferentes huelgas, por ejemplo- hemos hablado de cómo y de qué manera -en qué espacios, en qué términos, en qué tono- debe entrar la política en la escuela, y no puedo sino admirarme del grado de sensatez del alumnado: saben diferenciar perfectamente lo que es un abuso de poder de lo que es un acompañamiento respetuoso en su formación personal. Somos quizá nosotros, los docentes, quienes no siempre lo tenemos tan claro.

Esta semana se han celebrado dos debates electorales. Nos han pillado, académicamente hablando, muy tarde: el fin de curso ya a la vista y tantas cosas en el aire aún. Sin embargo, sigo sin entender cómo no aprovechamos este material didáctico de primera para abordar cuestiones que están en el currículo y que es posible tratar más allá del ruido mediático y del interés partidista. Me remitiré, sin ir más lejos, a mi asignatura, que no es Historia ni Filosofía ni Economía. 

Los géneros orales formales (debates, entrevistas, mesas redondas) aparecen en el programa de Lengua y Literatura, y su estudio no debiera limitarse a la memorización de un puñado de definiciones. Cómo desaprovechar esta oportunidad para reflexionar sobre tantas cosas tan vinculadas al desarrollo de la competencia comunicativa del alumnado y su formación democrática… “¿Visteis anoche el debate?”, pregunté a mis alumnos de 4º ESO  y 1º bachillerato. Más de la mitad lo habían visto. “¿Y qué os pareció?”. “Se insultaban todo el rato, profe”, “Hablaban unos encima de otros” , “No contestaban a lo que se les preguntaba”, “No paraban de sacar cosas y cosas y dárselas con malos modos”. “Yo me aburrí. Lo dejé a medias”.



Les invité a analizar el debate desde un punto de vista exclusivamente comunicativo, más allá de lo que pensaran de cada candidato. Hablamos así de la organización del espacio, la gestión del tiempo, la manera de vestir, el papel de políticos y moderadores (cuántos hombres), de las mujeres que pasaron la mopa en RTVE; hablamos también de turnos de palabra, escucha (in)activa, de comunicación no verbal. Nos referimos luego a las máximas de cooperación conversacional (calidad, cantidad, relevancia y manera) para determinar cuáles se habían infringido de manera más sistemática y por parte de quiénes. No tenían duda de que la más pisoteada había sido la máxima de relevancia, aquella que reclama de parte de los hablantes no decir cosas que no vengan a cuento: podían aducir decenas de ejemplos en que a los candidatos se les había pedido que hablaran de una cosa y respondían con otra, pese a las continuas reconvenciones de los moderadores. La segunda máxima transgredida de manera recurrente, intuían, era la de calidad: aquella que reclama no faltar a la verdad o no decir nada de lo que no se tengan pruebas fehacientes. Se quejaban mis alumnos de que varios de los intervinientes recitaban cifras que eran rebatidas a continuación por el siguiente en hablar, y que unos y otros repetían datos -a gritos en ocasiones- que podían ser perfectamente inventados porque no había manera de comprobarlo. Hablamos entonces de fake news y posverdad, y de la dificultad de acceder a la realidad de los hechos cuando ni siquiera los medios de comunicación que al día siguiente analizan los datos están libres de sospecha…

Pasamos luego a hablar de estrategias de cortesía – aquellas que nos permiten decir aquello que queremos decir sin meterle el dedo en el ojo a nuestro interlocutor- y del acto de habla más presente en un debate: la discrepancia. Remitiéndonos a nuestra propia experiencia como hablantes revisamos qué aspectos (verbales y no verbales) nos hacen sentir mal en una conversación cuando nos llevan la contraria, y de qué manera podemos discrepar de alguien sin resultar agresivos. Trasladadas luego estas reflexiones a los dos debates, la conclusión era rotunda: unos y otros -aunque no todos, y no en la misma medida- habían hecho cuanto era posible para agredir la imagen de su interlocutor (desde el insulto hasta la descalificación, esos argumentos “ad hominem” que los docentes vetamos en los debates en clase). Salvo alguna excepción -que afortunadamente la hubo- apenas se había recurrido a aquellos procedimientos verbales que permiten diferenciar el ataque a lo dicho del respeto al hablante: qué pocas modalizaciones del enunciado – “a mi manera de ver”, “en mi opinión”-; qué poco recurso a una conformidad parcial –“estamos de acuerdo en que…, pero sin embargo….”; qué poco “yo mensaje”, ese que tan interiorizado tienen nuestros estudiantes formados en resolución de conflictos.

Al margen quedaron muchas cosas, claro. Desde los temas abordados y los silenciados (qué irrelevante siempre la educación) hasta el estudio estratégico de lo que pretendía cada candidato con el estilo elegido: a quiénes se estaba dirigiendo preferentemente y qué opiniones le merecía la pena mimar y de cuáles se desentendían abiertamente. Pero lo que quedó bullendo en mi cabeza es si además de impulsar esas ligas de debate que están proliferando auspiciadas por universidades o fundaciones privadas, donde se entrena para defender tanto una opinión como la contraria -el propio Albert Rivera se jacta de haberse fogueado en una de ellas-, no haríamos bien en trabajar en las aulas otro género discursivo oral de propósito bien diferente: el de la asamblea. Porque frente al debate, cuyo fin último es siempre declarar vencedores y vencidos, el de la asamblea es determinar hasta qué punto somos todos capaces de ganar llegando a acuerdos.

Artículo publicado en El diario de la educación.


2 comentarios:

  1. Hola, Guadalupe. He leído hoy tu último artículo en el Diario.es. El silencio en los claustros, la sumisión, la exhibición cartelera en los para presumir de la última innovación bendecida por el poder político y el poder económico, la marginación de los profesores que se quejan, a los que se tilda de tóxicos... Es extraordinariamente acertado lo que escribes.
    Antes escribías en El País, pero ya no. Hoy, el diario de Prisa prefiere publicar texto como este de hoy del que copio el correspondiente enlace: https://elpais.com/economia/2019/06/11/actualidad/1560269031_164897.html. Leedlo, por favor, y disfrutada del disparate.
    A ver si me dedicas unas líneas de respuesta, Guadalupe. Soy también profesor de lengua de la secundaria pública madrileña. Un saludo fuerte.

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  2. Estimado colega: Gracias por tus palabras. Escribí ese texto -Claustros enmudecidos- desde el temor a estar trasladando una percepción demasiado subjetiva, demasiado particular quizá, de lo que veo a mi alrededor. He podido constatar con tristeza que muchos compañeros, muchas compañeras, se reconocen en él.
    Vivimos, sin duda, tiempos difíciles. Y buena prueba de ello es el artículo que enlazas. Me preocupa, como a ti, la imagen que de la educación se está tratando de moldear desde los medios de comunicación más influyentes. Ni el mesianismo tecnológico nos salvará ni la inserción acrítica en el mercado laboral -este mercado laboral- debiera ser nuestra brújula. La perversión de lo que hasta ahora entendíamos por "innovación educativa" es alarmante. Comparto por tanto tu inquietud al tiempo que me digo, con Jorge Riechmann, que habremos de dejar el pesimismo para tiempos mejores.
    Recibe un cordial saludo.

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