jueves, 18 de julio de 2019

La educación del imaginario (3)


¿Cómo combinar esta alternancia de fusión y distancia que nos reclama el arte, de acercamiento al horizonte histórico de las obras y de acercamiento de las obras a nuestro propio horizonte biográfico? Todo ello requiere, como mínimo, un triple aprendizaje. 

1. En primer lugar se nos hace necesario aprender a mirar. Aprender a reparar en lo que tenemos delante. Cuán necesaria es aquí la figura del mediador: “Estoy viendo algo que tú también ves”, podría ser su lema. Basta con que nos lo señalen. Cuántas veces habremos contemplado el tondo Doni, esa pequeño cuadro de Miguel Ángel en que la Virgen se gira sobre sí misma para recoger el niño que le entrega su esposo. 


 


Pero sólo si alguien nos lo advierte repararemos tal vez en las figuras del fondo que representan el mundo pagano, vinculado al cristiano por la figura que emerge en el extremo de la derecha: San Juan Bautista. Cuántas veces nos habrán dicho lo mismo nuestras alumnas o alumnos, cuando nos hemos limitado a parafrasear para ellos un poema. “Cuando tú lo explicas lo vemos tan claro...”.


2. Un segundo aprendizaje que requiere, simultáneamente, de un cierto bagaje –un cierto mapa de la cultura- y de un cierto entrenamiento es el de establecer vínculos, y también para eso hacen falta mediadores. Para saber mirar y para establecer vínculos, para establecer elementos de continuidad y elementos de ruptura, se nos hace imprescindible además un cierto metalenguaje. ¿Cómo señalar las semejanzas y diferencias entre dos obras si no sabemos dar nombre a sus materiales, sus unidades, sus bisagras? Muy probablemente, si no podemos nombrarlos ni siquiera llegamos a verlos. ¿Cómo comparar dos fachadas si no conocemos términos como frontón, arquitrabe o tímpano? Necesitamos no solo aprender a mirar: a nombrar, también. Una vez nos hayamos adueñado de términos como los que apuntábamos, podremos transferir esos aprendizajes a otros tantos edificios, no importa el espacio o el tiempo en que se levantaran.

El material de que están hechos los relatos, los poemas, son las palabras. Por eso la educación literaria es no sólo educación artística, sino educación lingüística también. Se nos hace imprescindible un metalenguaje que nos permita hablar sobre las obras con voz propia, que nos permita señalar semejanzas y rupturas, que nos permita poner nombre a lo que nos gusta y a lo que nos desconcierta. Pero no deberíamos olvidar que el para qué del metalenguaje no es otro que el de enseñar a reparar en lo evidente, y que no ha de levantarse nunca como un muro que se interpone entre el texto y el lector, como un galimatías indescifrable apto solo para sortear las cuestiones de un examen. El metalenguaje sólo será válido si nos es útil más allá de los muros escolares.

3. El tercer aprendizaje necesario es el de habituarnos a refrenar la impaciencia para explorar el camino que va no solo de las obras al autor, sino también de las obras a nosotros mismos. El primero responde a una cuestión de honestidad intelectual: “no estamos capacitados para comprender el arte de otro tiempo si ignoramos por completo los fines a que sirvió”, ha escrito Gombrich. Pero probablemente de esto estamos suficientemente convencidos. El enfoque historicista ha sido hasta ahora el predominante en la enseñanza de la literatura. Cada obra de arte responde a un juego de fuerzas que operan simultáneamente y frente a las que el artista se sitúa. Y esto debe ser explicitado. Sin embargo, el segundo trayecto, el que va de las obras a nosotros mismos, no es menos importante. Y aunque, en última instancia, sea absolutamente individual e intransferible, también se aprende por imitación: viendo a alguien detenerse, interrogarse, contrastar las coordenadas de la obra con las propias, acabamos interrogándonos también nosotros; observando a alguien indagar su emplazamiento moral frente a alguna de las cuestiones abordadas en las creaciones ajenas nos sorprendemos interpelándonos también nosotros sobre el universo moral de lo que tenemos frente a los ojos o el oído. En este punto agradecemos la proximidad de “voces autorizadas” que, sin ahogar nuestra propia voz, nos den pistas para la elaboración de nuestras propias conclusiones. Este momento, el que denominamos hermenéutico o interpretativo, es indisociable de las condiciones del receptor y, sin embargo, puede resultar enormemente enriquecedor entrar en contacto con la historia de las interpretaciones de la obra a que en ese momento nos acercamos. La interpretación, que es siempre individual, se nutre del diálogo con los contemporáneos, con los iguales, pero también del diálogo con quienes tiempo atrás hicieron explícita su propia lectura de los textos, de las obras. Leíamos en el Panteón de Agripa el dístico que Pietro Bembo puso al frente de la tumba de Rafael, y ya esos versos parecían ensanchar aún más nuestra mirada:

Aquí yace Rafael. Mientras vivió, la naturaleza temió ser por él superada. Cuando murió, morir también ella.” (traducción propia)


En esta tensión entre lo individual y lo colectivo se inscribe la educación literaria. Ha de posibilitar – esta es la vertiente individual- el gozo intelectual. Y ha de estimularlo precisamente a través del conocimiento y la experiencia de aquello que consideramos digno de ser admirado. Transmitir un patrimonio cultural que consideramos valioso es responsabilidad de la escuela. Por una parte, para ensanchar las posibilidades de disfrute estético; por otra, para vincular a las nuevas generaciones con sus antepasados (tal y como enseñamos fotos a nuestros hijos de sus abuelos y bisabuelos, de las ciudades en que nacieron y vivieron para disfrutar con ellos de esos momentos, pero también para que sepan de dónde vienen, de quiénes son hijos, cómo ha sido posible llegar a donde hoy estamos).

Pero la escuela no debe olvidar tampoco que con la provisión del mapa no basta. Debemos procurar experiencias de disfrute estético. Y si estamos dispuestos a no encerrarnos en el aquí y ahora y a aventurarnos por otros tiempos y otros espacios, sabemos que el desafío es complejo por una razón: en el arte, a diferencia de lo que ocurre con el conocimiento científico, no podemos hablar de “progreso” a lo largo de la historia. Frank Gehry no es más que Miguel Ángel ni Dario Fo más que Esquilo. 


 
 
Museo Guggenheim de Bilbao. Frank Gehry
  
Cúpula de San Pedro del Vaticano. Miguel Ángel

Si ante la historia de la ciencia no tenemos por qué renunciar a nuestro emplazamiento contemporáneo, y podemos admirar cada conquista como un eslabón de un continuo que, es cierto, a veces avanza en zigzag, pero avanza inexorablemente, para poder “mirar” la creación artística debemos ser capaces de conjugar varios criterios a fin de no excluir de antemano cuanto no se ajusta a los cánones contemporáneos.

Lo señala Gombrich a propósito del deprecio que sufriera El Greco durante casi tres siglos: “sólo después de la primera guerra mundial, cuando los artistas nos han enseñado a no emplear el mismo criterio de corrección para todas las obras de arte, el arte de El Greco se ha vuelto a descubrir y a comprender.” No podemos emplear un mismo criterio para aproximarnos a creaciones artísticas diversas. ¿No es esto en sí mismo un ingrediente esencial no ya de la educación artística, sino de la educación a secas? Esa “obligación” de acercarnos primero al horizonte histórico de las obras para luego regresar al propio y no renunciar a la expresión del propio gusto y la propia interpretación viene a ser la condición básica de todo diálogo: la de ser capaces de reformular lo expuesto por nuestro interlocutor poniéndonos en sus zapatos, viendo las cosas desde su punto de vista, antes de ofrecer nuestra propia contribución a ese diálogo incesante que es nuestra vida y la de la humanidad toda. 




 

No hay comentarios:

Publicar un comentario