¿Cómo
combinar esta alternancia de fusión y distancia que nos reclama el arte, de
acercamiento al horizonte histórico de las obras y de acercamiento de las obras
a nuestro propio horizonte biográfico? Todo ello requiere, como mínimo, un
triple aprendizaje.
1. En
primer lugar se nos hace necesario aprender a mirar. Aprender a reparar
en lo que tenemos delante. Cuán necesaria es aquí la figura del mediador:
“Estoy viendo algo que tú también ves”, podría ser su lema. Basta con que nos
lo señalen. Cuántas veces habremos contemplado el tondo Doni, esa pequeño
cuadro de Miguel Ángel en que la Virgen se gira sobre sí misma para recoger el
niño que le entrega su esposo.
Pero sólo si alguien nos lo advierte repararemos tal vez en las figuras
del fondo que representan el mundo pagano, vinculado al cristiano por la figura
que emerge en el extremo de la derecha: San Juan Bautista. Cuántas veces nos
habrán dicho lo mismo nuestras alumnas o alumnos, cuando nos hemos limitado a
parafrasear para ellos un poema. “Cuando tú lo explicas lo vemos tan claro...”.
2. Un
segundo aprendizaje que requiere, simultáneamente, de un cierto bagaje –un
cierto mapa de la cultura- y de un cierto entrenamiento es el de establecer
vínculos, y también para eso hacen falta mediadores. Para saber mirar y para
establecer vínculos, para establecer elementos de continuidad y elementos de
ruptura, se nos hace imprescindible además un cierto metalenguaje. ¿Cómo
señalar las semejanzas y diferencias entre dos obras si no sabemos dar nombre a
sus materiales, sus unidades, sus bisagras? Muy probablemente, si no podemos
nombrarlos ni siquiera llegamos a verlos. ¿Cómo comparar dos fachadas si no
conocemos términos como frontón, arquitrabe o tímpano? Necesitamos no solo
aprender a mirar: a nombrar, también. Una vez nos hayamos adueñado de términos
como los que apuntábamos, podremos transferir esos aprendizajes a otros tantos
edificios, no importa el espacio o el tiempo en que se levantaran.
El
material de que están hechos los relatos, los poemas, son las palabras. Por eso
la educación literaria es no sólo educación artística, sino educación
lingüística también. Se nos hace imprescindible un metalenguaje que nos permita
hablar sobre las obras con voz propia, que nos permita señalar semejanzas y
rupturas, que nos permita poner nombre a lo que nos gusta y a lo que nos
desconcierta. Pero no deberíamos olvidar que el para qué del metalenguaje
no es otro que el de enseñar a reparar en lo evidente, y que no ha de
levantarse nunca como un muro que se interpone entre el texto y el lector, como
un galimatías indescifrable apto solo para sortear las cuestiones de un examen.
El metalenguaje sólo será válido si nos es útil más allá de los muros
escolares.
3. El
tercer aprendizaje necesario es el de habituarnos a refrenar la impaciencia
para explorar el camino que va no solo de las obras al autor, sino también de
las obras a nosotros mismos. El primero responde a una cuestión de honestidad
intelectual: “no estamos capacitados para comprender el arte de otro tiempo si
ignoramos por completo los fines a que sirvió”, ha escrito Gombrich. Pero
probablemente de esto estamos suficientemente convencidos. El enfoque
historicista ha sido hasta ahora el predominante en la enseñanza de la
literatura. Cada obra de arte responde a un juego de fuerzas que operan
simultáneamente y frente a las que el artista se sitúa. Y esto debe ser
explicitado. Sin embargo, el segundo trayecto, el que va de las obras a
nosotros mismos, no es menos importante. Y aunque, en última instancia, sea
absolutamente individual e intransferible, también se aprende por imitación:
viendo a alguien detenerse, interrogarse, contrastar las coordenadas de la obra
con las propias, acabamos interrogándonos también nosotros; observando a
alguien indagar su emplazamiento moral frente a alguna de las cuestiones
abordadas en las creaciones ajenas nos sorprendemos interpelándonos también
nosotros sobre el universo moral de lo que tenemos frente a los ojos o el oído.
En este punto agradecemos la proximidad de “voces autorizadas” que, sin ahogar
nuestra propia voz, nos den pistas para la elaboración de nuestras propias
conclusiones. Este momento, el que denominamos hermenéutico o interpretativo,
es indisociable de las condiciones del receptor y, sin embargo, puede resultar
enormemente enriquecedor entrar en contacto con la historia de las
interpretaciones de la obra a que en ese momento nos acercamos. La
interpretación, que es siempre individual, se nutre del diálogo con los
contemporáneos, con los iguales, pero también del diálogo con quienes tiempo
atrás hicieron explícita su propia lectura de los textos, de las obras. Leíamos
en el Panteón de Agripa el dístico que Pietro Bembo puso al frente de la tumba
de Rafael, y ya esos versos parecían ensanchar aún más nuestra mirada:
“Aquí yace Rafael. Mientras vivió, la naturaleza temió ser por él superada. Cuando murió, morir también ella.” (traducción propia)
En esta
tensión entre lo individual y lo colectivo se inscribe la educación literaria.
Ha de posibilitar – esta es la vertiente individual- el gozo intelectual. Y ha
de estimularlo precisamente a través del conocimiento y la experiencia de
aquello que consideramos digno de ser admirado. Transmitir un patrimonio
cultural que consideramos valioso es responsabilidad de la escuela. Por una parte, para
ensanchar las posibilidades de disfrute estético; por otra, para vincular a las
nuevas generaciones con sus antepasados (tal y como enseñamos fotos a nuestros
hijos de sus abuelos y bisabuelos, de las ciudades en que nacieron y vivieron
para disfrutar con ellos de esos momentos, pero también para que sepan de dónde
vienen, de quiénes son hijos, cómo ha sido posible llegar a donde hoy estamos).
Pero la
escuela no debe olvidar tampoco que con la provisión del mapa no basta. Debemos
procurar experiencias de disfrute estético. Y si estamos dispuestos a no encerrarnos en el
aquí y ahora y a aventurarnos por otros tiempos y otros espacios, sabemos que
el desafío es complejo por una razón: en el arte, a diferencia de lo que ocurre
con el conocimiento científico, no podemos hablar de “progreso” a lo largo de
la historia. Frank Gehry no es más que Miguel Ángel ni Dario Fo más que
Esquilo.
Museo Guggenheim de Bilbao. Frank Gehry
Cúpula de San Pedro del Vaticano. Miguel Ángel
Si ante
la historia de la ciencia no tenemos por qué renunciar a nuestro emplazamiento
contemporáneo, y podemos admirar cada conquista como un eslabón de un continuo
que, es cierto, a veces avanza en zigzag, pero avanza inexorablemente, para
poder “mirar” la creación artística debemos ser capaces de conjugar varios
criterios a fin de no excluir de antemano cuanto no se ajusta a los cánones
contemporáneos.
Lo señala
Gombrich a propósito del deprecio que sufriera El Greco durante casi tres
siglos: “sólo después de la primera guerra mundial, cuando los artistas nos han
enseñado a no emplear el mismo criterio de corrección para todas las obras de
arte, el arte de El Greco se ha vuelto a descubrir y a comprender.” No podemos
emplear un mismo criterio para aproximarnos a creaciones artísticas diversas.
¿No es esto en sí mismo un ingrediente esencial no ya de la educación
artística, sino de la educación a secas? Esa “obligación” de acercarnos primero
al horizonte histórico de las obras para luego regresar al propio y no
renunciar a la expresión del propio gusto y la propia interpretación viene a
ser la condición básica de todo diálogo: la de ser capaces de reformular lo
expuesto por nuestro interlocutor poniéndonos en sus zapatos, viendo las cosas
desde su punto de vista, antes de ofrecer nuestra propia contribución a ese
diálogo incesante que es nuestra vida y la de la humanidad toda.
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