lunes, 27 de febrero de 2017

Coloquio sobre El lector, de Bernhard Schlink

La segunda de las lecturas compartidas este curso ha sido El lector, de Bernhard Schlink. Es de los pocos libros que suelo proponer curso tras curso, y en su elección confluyen diversos motivos.

- En primer lugar, el afán de ofrecer también clásicos contemporáneos. Con demasiada frecuencia, el anacronismo de los programas escolares -la presentación enciclopédica de la historiografía literaria nacional responde a un para qué forjado hace casi dos centurias- limita extraordinariamente la elección de títulos de calidad adecuados a los lectores adolescentes. La actitud con que los estudiantes de Secundaria se acercan al Lazarillo, Marianela o Luces de Bohemia se parece más a la de un filólogo que a la de un lector culto y voraz. Conscientes de lo lejos que estas lecturas quedan del horizonte adolescente, en muchos centros se propone tal vez como antídoto la lectura obligatoria de títulos de la más rabiosa actualidad sin filtro alguno, agravando la creciente escisión entre lo que se entiende que ha de ser la educación literaria -y aquí los clásicos- y el fomento del hábito lector -y aquí la LIJ-. No diré yo que en ocasiones los caminos no hayan de ser diferentes (y complementarios), pero quizá no debemos renunciar a aproximar ambas orillas. Aunque es verdad que para ello necesitaríamos, entre otras cosas, abrir el canon escolar más allá de las fronteras nacionales; abrirlo también más acá de "la literatura de posguerra", término ad quem de los currículos vigentes.

- En segundo lugar, el intento de contribuir a desarrollar las habilidades de interpretación también de obras íntegras. Año tras año constato que si bien la lectura individual y autónoma de El lector apasiona a unos pocos, agrada -sin excesos- a los más, y disgusta a tres o cuatro, el balance tras la realización del coloquio y la reflexión detenida en torno a un puñado de fragmentos especialmente significativos transforma la valoración que mis estudiantes hacen de la obra y son muchos lo que exclaman -y hay brillo en sus ojos- que "ahora sí".

- Y en tercer lugar, el coloquio de este libro es el mejor abono a la hora de preparar el terreno para la inmersión que nos aguarda en la literatura de la guerra civil: esa insondable elipsis de los programas oficiales reveladora de la nada inocente renuncia de los españoles a mirar cara a cara un pasado del que somos también indefectiblemente herederos.





Hoy abrió el coloquio Lucía, y lo hizo compartiendo el asombro que le produjo el giro de la novela entre la primera y la segunda parte. Lo que se abre como una novela erótica se torna en la detallada crónica de un juicio. Tan detallada -adujeron algunos- que es la parte más tediosa de la novela. Silvia incluso ha confesado que ahí se perdía. "Pues a mí -terció Ada- es la que más me ha interesado-. Estaba tan intrigada con Hanna que quería saber qué había pasado. Es que no sabes qué pensar de este personaje. No sé si es buena o mala." Marcos decía que el libro le había resultado entretenido, pero que le desconcertaba el hecho de no haber sido capaz de cogerle afecto a ningún personaje. Jamás le había pasado. Dalia se alegraba de encontrar al fin una historia de amor en que la diferencia de edad juega a favor de la mujer, aunque alguien terció enseguida preguntándose qué podía encontrar una mujer de treintaitantos en un chiquillo de dieciséis. Lo que otros no entendían más bien es qué hacía un chico de dieciséis con una mujer de treintaitantos. Vale que Michael accede a la experiencia sexual gracias a Hanna; vale que Hanna accede a la lectura gracias a Michael, pero la relación es tremendamente asimétrica. Varias voces se alzaron contra la pusilanimidad de Michael. Es curioso -dijo alguien- el paralelismo entre el comienzo y el final de la novela. Michael volverá a leerle a Hanna, pero ahora la relación de poder de antaño se ha transformado en algo mucho más difícil de definir. ¿Sigue Michael enamorado de Hanna? ¿Sigue Hanna enamorada de Michael? ¿Lo estuvo alguna vez? ¿Por qué Michael habla tan poco de sí mismo? ¿Por qué su esposa y su hija no merecen más que dos líneas en la novela? ¿Cómo es posible que un narrador en primera persona no se muestre con una luz más favorecedora? Algo nos dice -hubo varias intervenciones en este sentido- que la historia tiene tintes autobiográficos. El diálogo serpenteaba por diferentes vericuetos pero siempre acababa por desembocar en la gran pregunta: Pero entonces Michael, ¿qué piensa luego de Hanna? ¿Qué prevalece en él, la comprensión o condena? ¿Y en nosotros? "Qué difícil", repetían.

De ahí fuimos a parar, claro, al desenlace de la novela. Nadie se lo esperaba. Se barajaron diferentes hipótesis acerca de los posibles motivos de Hanna: por no soportar su propia culpa; por no ser una carga en el futuro para Michael; por miedo a la libertad... (Qué mejor prueba que las interpretaciones de un texto pueden ser infinitas -aunque no ilimitadas-: basta con que sean coherentes con la semántica del texto). Este cierre ha sumido en la perplejidad a la mayoría, que no lograba entenderlo ni aún desde la propia lógica del personaje. Para Sara, sin embargo, no había otro final posible.

¿Y por qué, por cierto, esa obsesión de Hanna por preservar su secreto? ¿Por qué prefiere la condena social -y penal- por su participación en Auschwitz a la derivada de su analfabetismo? ¿Hizo bien Michael respetando ese secreto o hubiera debido haber intervenido durante el juicio? ¿Qué hubiéramos hecho nosotros? ¿El analfabetismo de Hanna la exime o no de su reponsabilidad? ¿Fue libre de elegir? ¿Pudo haber dicho "no"? Alguien recuerda las palabras que la protagonista le espetó al juez durante el juicio: "¿Qué hubiera hecho usted?" El coloquio se llena de muchas más preguntas que respuestas. Una y otra vez nos las vemos como lectores ante complejos dilemas morales.

Cuando de El lector se trata siempre me reservo una de las últimas intervenciones del coloquio -hasta ese momento no he dicho una sola palabra- para deslizar unas líneas que quizá les han pasado inadvertidas:

"A quien se juzgaba era a la generación que se había servido de aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en su labor, o que ni siquiera los había marginado después de la guerra, cuando podría haberlo hecho. Y con nuestro proceso de revisión y esclarecimiento queríamos condenar a la vergüenza eterna a aquella generación."

"Al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el horror, sí lo hace objeto de comnicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad."

Y ahora sí: ahora empiezan a vislumbrar las auténticas raíces autobiográficas de la novela. Lo que Bernhard Schlink recoge es el horror y el dolor de los alemanes de su generación en el momento de descubrir, llegada la mayoría de edad, que aquellos con quienes tenían también unos vínculos afectivos indestructibles -sus padres- habían quizá colaborado en mayor o menor medida con la barbarie nazi. Los diferentes grados de ignorancia -de la que el analfabetismo de Hanna no es sino una nueva metáfora-, ¿pueden ser considerados atenuantes? (“El analfabetismo es una especie de minoría de edad eterna”). ¿Hasta qué punto el ciudadano de a pie -el médico, el juez, la guardiana de un campo de concentración- fue responsable de la barbarie? Y si lo fueron,  ¿cómo debe situarse la generación del autor, la nacida en torno a los años 50 del siglo pasado, frente a sus mayores? ¿Como releer el propio pasado personal y colectivo? La novela es, como los recuerdos que ya adultos tenemos de nuestra infancia y juventud, un largo flashback:

"¿Por qué me pongo tan triste cuando pienso en aquellos días? ¿Será que añoro la felicidad pasada? Lo cierto es que en las siguientes semanas fui feliz. Me las pasé estudiando como un imbécil, hasta sacar el curso, mientras nos amábamos como si nada más importara en el mundo. ¿O será por lo que descubrí más tarde, por la sombra que ese descubrimiento tardío arroja sobre aquellos días del pasado?"

Pero no hay salida fácil:
"Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo, tenía la sensación de no estar condenándolo como merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión. Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna; no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser."

Y aquí lo dejamos por hoy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario