La
segunda de las lecturas compartidas este curso ha sido El lector,
de Bernhard Schlink. Es de los pocos libros que suelo proponer curso
tras curso, y en su elección confluyen diversos motivos.
- En
primer lugar, el afán de ofrecer también clásicos contemporáneos.
Con demasiada frecuencia, el anacronismo de los programas escolares
-la presentación enciclopédica de la historiografía literaria
nacional responde a un para qué forjado hace casi dos centurias-
limita extraordinariamente la elección de títulos de calidad
adecuados a los lectores adolescentes. La actitud con que los
estudiantes de Secundaria se acercan al Lazarillo, Marianela o
Luces de Bohemia se parece más a la de un filólogo que a la
de un lector culto y voraz. Conscientes
de lo lejos que estas lecturas quedan del horizonte adolescente, en
muchos centros se propone tal vez como antídoto la lectura
obligatoria de títulos de la más rabiosa actualidad sin filtro
alguno, agravando la creciente escisión entre lo que se entiende que ha
de ser la educación literaria -y aquí los clásicos- y el fomento
del hábito lector -y aquí la LIJ-. No diré yo que en ocasiones los
caminos no hayan de ser diferentes (y complementarios), pero quizá no debemos renunciar
a aproximar ambas orillas. Aunque es verdad que para ello
necesitaríamos, entre otras cosas, abrir el canon escolar más allá
de las fronteras nacionales; abrirlo también más acá de "la
literatura de posguerra", término ad
quem de los currículos
vigentes.
- En
segundo lugar, el intento de contribuir a desarrollar las habilidades
de interpretación también de obras íntegras. Año tras año
constato que si bien la lectura individual y autónoma de El
lector apasiona a unos
pocos, agrada -sin excesos- a los más, y disgusta a tres o cuatro,
el balance tras la realización del coloquio y la reflexión detenida
en torno a un puñado de fragmentos especialmente significativos
transforma la valoración que mis estudiantes hacen de la obra y son
muchos lo que exclaman -y hay brillo en sus ojos- que "ahora sí".
- Y
en tercer lugar, el coloquio de este libro es el mejor abono a la hora de preparar el
terreno para la inmersión que nos aguarda en la literatura de la guerra
civil: esa insondable elipsis de los programas oficiales reveladora
de la nada inocente renuncia de los españoles a mirar cara a cara un
pasado del que somos también indefectiblemente herederos.
Hoy
abrió el coloquio Lucía, y lo hizo compartiendo el asombro que le
produjo el giro de la novela entre la primera y la segunda parte. Lo
que se abre como una novela erótica se torna en la detallada crónica
de un juicio. Tan detallada -adujeron algunos- que es la parte más
tediosa de la novela. Silvia incluso ha confesado que ahí se
perdía. "Pues a mí -terció Ada- es la que más me ha
interesado-. Estaba tan intrigada con Hanna que quería saber qué
había pasado. Es que no sabes qué pensar de este personaje. No sé
si es buena o mala." Marcos decía que el libro le había
resultado entretenido, pero que le desconcertaba el hecho de no haber
sido capaz de cogerle afecto a ningún personaje. Jamás le había
pasado. Dalia se alegraba de encontrar al fin una historia de amor en
que la diferencia de edad juega a favor de la mujer, aunque alguien
terció enseguida preguntándose qué podía encontrar una mujer de
treintaitantos en un chiquillo de dieciséis. Lo que otros no
entendían más bien es qué hacía un chico de dieciséis con una
mujer de treintaitantos. Vale que Michael accede a la experiencia
sexual gracias a Hanna; vale que Hanna accede a la lectura gracias a
Michael, pero la relación es tremendamente asimétrica. Varias voces se
alzaron contra la pusilanimidad de Michael. Es curioso -dijo alguien-
el paralelismo entre el comienzo y el final de la novela. Michael
volverá a leerle a Hanna, pero ahora la relación de poder de antaño
se ha transformado en algo mucho más difícil de definir. ¿Sigue
Michael enamorado de Hanna? ¿Sigue Hanna enamorada de Michael? ¿Lo
estuvo alguna vez? ¿Por qué Michael habla tan poco de sí mismo?
¿Por qué su esposa y su hija no merecen más que dos líneas en la
novela? ¿Cómo es posible que un narrador en primera persona no se
muestre con una luz más favorecedora? Algo nos dice -hubo varias
intervenciones en este sentido- que la historia tiene tintes
autobiográficos. El diálogo serpenteaba por diferentes vericuetos
pero siempre acababa por desembocar en la gran pregunta: Pero entonces
Michael, ¿qué piensa luego de Hanna? ¿Qué prevalece en él, la
comprensión o condena? ¿Y en nosotros? "Qué difícil", repetían.
De
ahí fuimos a parar, claro, al desenlace de la novela. Nadie se lo
esperaba. Se barajaron diferentes hipótesis acerca de los posibles
motivos de Hanna: por no soportar su propia culpa; por no ser una
carga en el futuro para Michael; por miedo a la libertad... (Qué
mejor prueba que las interpretaciones de un texto pueden ser
infinitas -aunque no ilimitadas-: basta con que sean coherentes con
la semántica del texto). Este cierre ha sumido en la perplejidad a
la mayoría, que no lograba entenderlo ni aún desde la propia lógica
del personaje. Para Sara, sin embargo, no había otro final posible.
¿Y
por qué, por cierto, esa obsesión de Hanna por preservar su
secreto? ¿Por qué prefiere la condena social -y penal- por su
participación en Auschwitz a la derivada de su analfabetismo? ¿Hizo
bien Michael respetando ese secreto o hubiera debido haber
intervenido durante el juicio? ¿Qué hubiéramos hecho nosotros? ¿El
analfabetismo de Hanna la exime o no de su reponsabilidad? ¿Fue
libre de elegir? ¿Pudo haber dicho "no"? Alguien recuerda
las palabras que la protagonista le espetó al juez durante el
juicio: "¿Qué hubiera hecho usted?" El coloquio se llena de muchas más preguntas que respuestas. Una y otra vez nos las vemos como
lectores ante complejos dilemas morales.
Cuando
de El lector
se trata siempre me reservo una de las últimas intervenciones del
coloquio -hasta ese momento no he dicho una sola palabra- para
deslizar unas líneas que quizá les han pasado inadvertidas:
"A
quien se juzgaba era a la generación que se había servido de
aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en
su labor, o que ni siquiera los había marginado después de la
guerra, cuando podría haberlo hecho. Y con nuestro proceso de
revisión y esclarecimiento queríamos condenar a la vergüenza
eterna a aquella generación."
"Al
mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a
preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los
nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los
horrores del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a
comprender lo que en sí es incomprensible, ni a hacer preguntas,
porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el horror, sí lo
hace objeto de comnicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo
que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la
culpabilidad."
Y
ahora sí: ahora empiezan a vislumbrar las auténticas raíces
autobiográficas de la novela. Lo que Bernhard Schlink recoge es el horror y el dolor de los alemanes de su generación en el
momento de descubrir, llegada la mayoría de edad, que aquellos con
quienes tenían también unos vínculos afectivos indestructibles
-sus padres- habían quizá colaborado en mayor o menor medida con la
barbarie nazi. Los diferentes grados de ignorancia -de la que el
analfabetismo de Hanna no es sino una nueva metáfora-, ¿pueden ser
considerados atenuantes? (“El analfabetismo es una
especie de minoría de edad eterna”). ¿Hasta qué punto el ciudadano de a pie -el médico, el juez, la guardiana de un campo de concentración- fue responsable de la barbarie? Y si lo fueron, ¿cómo debe situarse la generación del autor, la nacida en torno a los años 50 del siglo pasado, frente a sus
mayores? ¿Como releer el propio pasado personal y colectivo? La novela es, como los recuerdos que ya adultos tenemos de nuestra infancia y juventud, un largo flashback:
"¿Por
qué me pongo tan triste cuando pienso en aquellos días? ¿Será que
añoro la felicidad pasada? Lo cierto es que en las siguientes
semanas fui feliz. Me las pasé estudiando como un imbécil, hasta
sacar el curso, mientras nos amábamos como si nada más importara en
el mundo. ¿O será por lo que descubrí más tarde, por la sombra
que ese descubrimiento tardío arroja sobre aquellos días del
pasado?"
Pero
no hay salida fácil:
"Quería comprender y al mismo tiempo condenar el crimen de Hanna. Pero su crimen era demasiado terrible. Cuando intentaba comprenderlo, tenía la sensación de no estar condenándolo como merecía. Cuando lo condenaba como se merecía, no quedaba espacio para la comprensión. Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna; no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser."
Y
aquí lo dejamos por hoy.
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