Sabía de Rubén desde hace años. Sabía que era un joven fotógrafo español, hijo y nieto de españoles... y negro. Sabía que Rubén había iniciado un proceso de introspección acerca de lo que significa ser negro en la España de hoy y que su relato, articulado a partir de las imágenes que construían su biografía, antes o después fraguaría en un libro. Sabía también que era muy buen gente.
Imagen del libro de
Rubén H. Bermúdez Y tú, ¿por qué eres negro?
Maestras
y maestros tejemos nuestro quehacer con los hilos de nuestra propia
experiencia. Y esta experiencia se ancla no solo en nuestra formación
académica, sino en el azar -o la voluntad- de nuestros encuentros,
conversaciones, lecturas y vivencias. Lo que somos- melómanos o
cinéfilos, feministas o ecologistas, activistas o viajeros- no es
algo que aparquemos a la puerta del instituto. El cine que vemos, la
música que escuchamos o la prensa que leemos... lo llevamos puesto
al aula. Por eso, cuando el verano pasado cayó en mis manos el
libro de Ta-Nehisi Coates
Entre
el mundo y yo,
supe que quería llevarlo a mis clases. En él, el afamado periodista
y editor de The
Atlantic
escribe una larga y conmovedora carta a su hijo de 15 años acerca de
lo que significa ser negro en EEUU: saberte un cuerpo permanentemente
amenazado.
Pensé
en seleccionar algunos fragmentos y vincularlos a una de las novelas
que me había deslumbrado meses atrás: Volver
a casa,
de la escritora estadounidense de origen ghanés Yaa Gyasi. Con un
talento narrativo desbordante, Gyasi va desgranando los avatares de
las sucesivas generaciones que
proceden de dos hermanas nacidas (y separadas) en Ghana en el siglo
XVIII. Una de ellas se ve obligada a casarse con un gobernador inglés
y recluirse en su fortaleza; la otra es capturada como esclava y
enviada a los EEUU. Seguir el rastro de sus sucesivos descendientes
es aproximarnos a dos de los episodios más ominosos de la historia
de la Humanidad, inexorablemente ligados entre sí: la colonización
y la esclavitud. Dos realidades que quedan muy lejos en el imaginario
colectivo -en la ficción literaria y cinematográfica- del lugar que
deberían ocupar.
Dos realidades por las que el sistema educativo pasa casi de
puntillas.
En
mi cabeza iba dibujando una suerte de constelación literaria en
torno a la negritud. La reflexión de la escritora afroamericana y
Premio Nobel de Literatura Toni Morrison en el epílogo de su primera
novela, Ojos
azules,
me movía a dar cabida a otras voces narrativas tradicionalmente
fuera del canon escolar. Morrison pone en palabras
su dificultad para incorporar al territorio de la novela un lenguaje
hasta entonces confinado en el ámbito de lo privado e íntimo: el
lenguaje de los negros, el lenguaje de las mujeres.
Cómo
no recuperar las voces de Chinua Achebe -Todo
se desmorona-
o Wa Thiong´o –Sueños
en tiempos de guerra-.
Cómo no abrir esta constelación a títulos cinematográficos que
nos cuentan también las cosas -al fin- desde otras perspectivas.
Publicado
el libro de Rubén, contaba ya con la obra que podía hacer de
bisagra entre el horizonte lector de mis estudiantes -su experiencia
biográfica, su desenvoltura en un mundo de imágenes- y el horizonte
de las obras evocadas. Esbozaba en mi cabeza un proyecto
transdisciplinar y así lo fui hablando con algunos colegas. ¿Por
qué no indagar en la presencia de esclavos negros, por ejemplo, en
tanto en Andalucía como en Extremadura durante los siglos XVI y
XVII? ¿Por qué no zambullirnos en la música negra -del jazz al
hiphop- o en las teorías pseudocientíficas acerca de la
superioridad de unas razas frente otras? Pero las cosas son como son
y el curso fluye y zigzaguea desde la atención a mil y un
requerimientos y urgencias. Solo el alumnado de Literatura Universal
de 1º de bachillerato –gracias, Ana- logró hacer hueco en sus
clases a las voces de la negritud, secularmente expulsadas de los
currículos escolares. Y aunque el desarrollo del proyecto se ha
visto pospuesto para otro momento, sentía que no podía privar a mi
alumnado de este año de un encuentro con Rubén
H. Bermúdez.
Al fin y al cabo un encuentro se fragua rápido y sus efectos, en
cambio, reverberan durante años.
Si educar es
proporcionar experiencias de aprendizaje, y muy especialmente
aquellas a las que gran parte del alumnado no tiene acceso desde su
entorno familiar, esta se me antojaba indispensable. Y más
indispensable aún por cuanto tampoco los entornos escolares dan
cabida a preguntas como las que constituyen el marco del libro de
Rubén.
Fue fácil contactar
con él y fácil concretar un encuentro. Era un viernes a última
hora de una de las últimas clases del curso y, sin embargo, esa
aleación de esponaneidad, frescura, reflexión y experiencia que
nutre el discurso de Rubén resultó un imán para nuestro alumnado.
Y es que hablar de identidad, de miradas, de relato, es hablar de
cada uno de nosotros.
Empezó
Rubén hablando de lo que significa contar una historia, contar tu
historia: de las preguntas previas -quién soy, desde dónde
escribo, a quién me dirijo-, y
de por qué él decidió construir su relato a través de las
imágenes que acompañaron su infancia: fotos familiares y escolares
-un negro entre blancos- o fotos ajenas, en su mayor parte
correspondientes a aquella televisión de los 80 y sus particulares
representaciones de "los negros" -el "negrito"
del Colacao- o su absoluta invisibilización -Érase una
vez el hombre (blanco)-. Ruud
Gullit, Michael Jackson o el Príncipe de Bel-Air empezaban a
constituir excepciones, pero también ellas acababan por aprisionar
en férreros estereotipos: "Tienes que bailar bien.
Lo lleváis en la sangre". Por
no hablar de Baltasar, ese rey mago embadurnado en lo que supone una
burla y un desprecio ultrajante a la población negra de nuestros
pueblos y ciudades. La caricatura del negro. Su cosificación.
Fue
desgranando Rubén H. Bermúdez ante nosotros algunas de las páginas
de su libro. "La primera vez que alguien me llamó
negro estaba en un mercado con mi abuela. Fue otro niño pequeño.
Utilizó la palabra `negrito´. Nadie dijo nada. Yo tampoco".
Nos habló de los silencios insondables que acompañan lo que no se
nombra, y de cómo un niño negro va construyendo su identidad en una
sociedad blanca. "Mi padre me había dicho que no
podía ir con los Celtics, que `son racistas´. Fue la única vez que
hablamos de raza en mi casa".
Nos contó lo que para él supuso la muerte de Lucrecia -la negra
Lucrecia-: "Yo tenía 11 años. El impacto fue
tremendo. Ese día entendí que era negro. No había distancia, tuve
miedo. Tienes que estar alerta. Pueden asaltar tu cuerpo".
Y de la permanente presunción de culpabilidad de que un negro es
objeto. "Documentación". "Abre el
maletero". "No tienes pinta de apellidarte Bermúdez".
Chicos y chicas lo
escuchaban sin perder prenda. Observando sus rostros, escuchando el
silencio, constatando cómo el coloquio posterior hubiera podido
prolongarse largo y tendido si un brusco timbrazo no hubiera puesto
fin a la sesión, tuve la certeza de que aquella había sido la clase
más inolvidable de todo el curso. Y que, de la misma manera que en
los últimos años nos hemos ido calando una gafas moradas para mirar
la realidad en clave de género y ver al fin lo que antes
normalizábamos, Rubén nos estaba ayudando a calarnos unas gafas de
las que nos costaría desprendernos en lo sucesivo.
Artículo publicado en El Diario de la Educación
No hay comentarios:
Publicar un comentario