"Hay
que derogar la Lomce. Mientras, hay que adoptar medidas urgentes para
suspender sus efectos más nocivos como las reválidas", rezaba
un tuit de la Ministra Celáa de noviembre de 2016 que estos días
inunda las redes. Adelante. Y a continuación, ¿por qué no empezar
a desmontar la LOMCE hincándole el diente a los currículos? La
propuesta tiene tres puntos a su favor: es
técnicamente posible, podría concitar un gran consenso de partida,
y mejoraría con efecto inmediato las condiciones de aprendizaje de
los estudiantes.
Técnicamente
es posible. Los currículos se fijan en un real decreto, y por tanto
no necesitan pasar por el Parlamento para derogarse o promulgarse.
Hay precedentes. La Ley
Orgánica de Calidad de la Educación
con que el Partido Popular puso punto final a la LOGSE en diciembre
de 2002 vino precedida del Real
Decreto 937/2001
que modificaba el currículo de Educación Secundaria Obligatoria o
del Real
Decreto 3474/2000
por el que se modificaba la estructura de bachillerato y sus
enseñanzas mínimas, entre otros. A diferencia de entonces, el
objetivo ahora no es sustituir las preferencias de unas minorías
parlamentarias por las de otras, sino, bien al contrario, procurar un
consenso que sustraiga lo que se aprende en las escuelas a los
vaivenes políticos.
Frente
a otros aspectos de la LOMCE no menos importantes aunque sí más
proclives a la confrontación, para este debate partimos al menos de
un punto inicial de acuerdo: los actuales currículos son inabarcables, trasnochados en muchos de sus postulados y caóticos.
Inabarcables en su exhaustividad: listados enciclopédicos
clasificados por asignaturas por los que se cabalga al galope sin
respetar los ritmos de los aprendices y sin poder alumbrar apenas
-salvo contadas excepciones- proyectos de trabajo que integren y den
sentido a los diferentes contenidos. Ante la imposibilidad de
abarcarlo todo, acaban por imponerse los consagrados por las rutinas
escolares y por quienes están detrás de las editoriales de libros
de texto. Son trasnochados porque no dan respuesta a las necesidades
formativas de niñas, niños y adolescentes y a los desafíos del
mundo en que vivimos. Ni siquiera, en muchos casos, a los avances de
las disciplinas de referencia. Y son caóticos porque han sido
concebidos como un conjunto de piezas aisladas que pretenden
ensamblarse sin coherencia alguna entre las partes. Cómo pretender
así miradas globalizadas y transdisciplinares si quienes los
fraguaron jamás trabajaron en equipo.
Los
decretos curriculares, con ser una de las dimensiones de la
legislación educativa que tiene un efecto más directo en el día a
día de los estudiantes, suelen gestarse en el silencio más absoluto
-sin discusión ni debate, sin luz ni taquígrafos- y a toda prisa.
Son las editoriales las que azuzan al gobierno de turno para que se
los filtre cuanto antes para tener listos -a menudo también en medio
de una precipitación escandalosa- los manuales del próximo curso.
Las leyes se suceden pero los libros de texto, casi idénticos a sí
mismos, permanecen.
Nos
hemos dado de bruces con una coyuntura esperanzadora. Un nuevo
Gobierno y una nueva Ministra abren el horizonte a la posibilidad de
dar respuesta a esa demanda social -y a ese compromiso parlamentario-
de derogar la LOMCE. Pero en este tiempo hemos aprendido también que
las cosas no pueden hacerse desde la confrontación y la revancha, y
menos aún de espaldas a la ciudadanía. Por eso se nos antoja que
iniciar el proceso de derogación de la LOMCE por aquello que suscita
de entrada -de entrada al menos- mayores dosis de acuerdo podría ser
una manera inteligente y radical de transformar un sistema educativo
a todas luces obsoleto y segregador.
Y
como el proceso, para hacerlo bien, será lento, proponemos la
conformación cuanto antes de equipos de trabajo sólidos, de
carácter interdisciplinar, de perfiles diversos, capaces de repensar
el diseño curricular de la que haya de ser la nueva ley educativa.
Si es verdad que hay coordenadas que irremediablemente han de
sostener nuestra vida en común –el feminismo, la ecología, el
diálogo intercultural, la Noviolencia-, si hay pilares
irrenunciables en una sociedad democrática -la participación, la
inclusión, la equidad-, si la cualificación profesional de las
nuevas generaciones es tan deseable como su bienestar personal y la
cohesión social... los currículos habrán de ser coherentes con
estas premisas. Y si el desacuerdo empieza por esos postulados, habrá
de arrancar de ahí el diálogo social. Necesitamos tejer
conjuntamente los cimientos para que el edificio resultante sea firme
y duradero.
Lo
que reclamamos, en fin, es que el debate sobre los currículos sea
genuinamente democrático y escape al fin tanto a la dejadez y la
precipitación como a la presión de unos grupos de poder -político,
económico o religioso- que tradicionalmente vienen imponiendo su
interesada mirada sobre el mundo a la ciudadanía en general y a la
comunidad educativa en particular.
Artículo publicado en El Diario de la Educación
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