lunes, 30 de enero de 2017

Al salir de clase (A la manera de Galdós)

Fue mi amiga Flora quien me habló de las posibilidades del arranque de Miau, la novela de Galdós, como desencadenante de alguna actividad de escritura creativa, así que este año ha sido uno de los textos que he propuesto a mis estudiantes para que desataran su imaginación y su escritura. Candela me da permiso para compartir su hermoso texto. ¡Gracias a las dos!

 Foto: Robert Doisneau




"A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres... Salieron, como digo, en tropel; el último quería ser el primero, y los pequeños chillaban más que los grandes. Entre ellos había uno de menguada estatura, que se apartó de la bandada para emprender solo y calladito el camino de su casa. Y apenas notado por sus compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida, fueron tras él y le acosaron con burlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno le cogía del brazo, otro le refregaba la cara con sus manos inocentes, que eran un dechado completo de cuantas porquerías hay en el mundo; pero él logró desasirse y... pies, para qué os quiero. Entonces dos o tres de los más desvergonzados le tiraron piedras, gritando Miau; y toda la partida repitió con infernal zipizape: Miau, Miau.

El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años, quizá de diez, tan tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso de las bromas de algunos, y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fue el menos arrojado en las travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el más formalito en clase, aunque uno de los menos aventajados, quizás porque su propio encogimiento le impidiera decir bien lo que sabía o disimular lo que ignoraba. Al doblar la esquina de las Comendadoras de Santiago para ir a su casa, que estaba en la calle de Quiñones, frente a la Cárcel de Mujeres, uniósele uno de sus condiscípulos, muy cargado de libros, la pizarra a la espalda, el pantalón hecho una pura rodillera, el calzado con tragaluces, boina azul en la pelona, y el hocico muy parecido al de un ratón. Llamaban al tal Silvestre Murillo, y era el chico más aplicado de la escuela y el amigo mejor que Cadalso tenía en ella. Su padre, sacristán de la iglesia de Montserrat, le destinaba a seguir la carrera de Derecho, porque se le había metido en la cabeza que el mocoso aquel llegaría a ser personaje, quizás orador célebre, ¿por qué no ministro? La futura celebridad habló así a su compañero:

«Mia tú, Caarso, si a mí me dieran esas chanzas, de la galleta que les pegaba les ponía la cara verde. Pero tú no tienes coraje. Yo digo que no se deben poner motes a las presonas. ¿Sabes tú quién tie la culpa? Pues Posturitas, el de la casa de empréstamos. Ayer fue contando que su mamá había dicho que a tu abuela y a tus tías las llaman las Miaus, porque tienen la fisonomía de las caras, es a saber, como las de los gatos. Dijo que en el paraíso del Teatro Real les pusieron este mal nombre, y que siempre se sientan en el mismo sitio, y que cuando las ven entrar, dice toda la gente del público: 'Ahí están ya las Miaus'».

Luisito Cadalso se puso muy encarnado. La indignación, la vergüenza y el estupor que sentía, no le permitieron defender la ultrajada dignidad de su familia."






  Foto: Robert Doisneau

 AL SALIR DE CLASE
(A la manera de Galdós)

Hay miles de escuelas en este país, y todas tienen ciertos rasgos comunes independientemente de dónde estén situadas.

Marcel piensa en su madre mientras espera en el pasillo de su escuela.

La madre de Marcel estaba convencida de que antes de un estallido de cualquier clase o procedencia había una “variación en el ambiente”. Antes de una disputa, ese instante de tensión palpable en el cruce de iracundas miradas: como la ondulación de un cristal antes estallar en mil pedazos por un explosivo; como el aire estancado antes del fogonazo que abría las batallas de piratas en los cuentos que le leía de pequeño.

Algo así sucedía en las escuelas. Segundos antes de que un timbrazo excesivamente potente regalara  a los alumnos esa momentánea libertad (que, por lo menos, duraba hasta la mañana del día siguiente), en aquellos pasillos fríos no había más que silencio. Bueno, en realidad, si cerrabas los ojos podías escuchar las tizas arañando las pizarras, los lapiceros rebeldes que caen inoportunamente al suelo, y hasta el aire entrando y saliendo de los cuerpos de alumnos cansados y profesores extenuados.

Las manecillas se arrastran perezosas por el cuadrante del reloj de Marcel, hasta que de pronto… ¡bum! El grito, la dinamita, el fogonazo. Horada los tímpanos, te atonta, el chico casi quiere taparse los oídos, y luego se interrumpe bruscamente. El sonido de una marabunta se acerca, aumenta veloz. Van a salir de clase.

Marcel ve asomarse el primer zapato del primer alumno. Un zapato negro, sobrio, pero con cordones rojos brillantes. Aparece el otro, y se fija, no sin cierto asombro, en que esta vez los cordones son amarillos. Se queda abstraído, deleitándose concentrado en ese detalle hasta que, volviendo a la realidad, puede ver montones de chiquillos corriendo asustados fuera de sus aulas, casi espantados, como cuando liberas a un montón de pájaros de una jaula que por barrotes tiene puertas de madera, libros y pizarras.

La escena es casi aterradora. En menos de un segundo han invadido el espacio a su alrededor, y todo de manera tan violenta que un niño delgado, escuálido, cae al suelo, pero en seguida se levanta, sin queja ninguna, como si fuera de lo más normal.

Los chiquillos salen a la calle, el sol ilumina esos ojos vibrantes, y arrebola las mejillas, y las frentes se perlan de sudor bajo los cabellos despeinados. Marcel se toquetea nervioso la cara. Él también está sudando, pero  sabe que la causa no es el sol de mayo, sino los nervios. ¿Cómo decírselo a su madre? Sobre todo si tiene a mano la escoba. Además, ¡qué diablos! ¿de verdad era culpa suya? Sabía que gritarle a la profesora de Ciencias no había sido precisamente la mejor idea de su vida; sin embargo, tampoco le parecía tan grave como para haberle mandado al despacho del director.

Marcel cruza la puerta de salida. Atraviesa los soportales y, ya en el caminillo de grava, nota un golpe no muy fuerte, pero que le hace llevarse la mano al brazo golpeado. Se gira abriendo desmesuradamente sus ojos claros, y se da cuenta de que solo es Antón, su compañero de clase, que le saluda a voz en grito para luego invitarlo a jugar aquella tarde con él en la plazoleta de la iglesia. Marcel declina su oferta, y comienza a explicarle que probablemente acabe castigado aquella tarde antes de darse cuenta de que Antón no parece demasiado interesado en nada más complicado que un “sí, te haré compañía” o “no, no te la haré”. ¡Qué imbécil! -piensa Marcel reanudando su camino. Golpea una piedrecilla y la arrastra unos cuantos metros hasta que la aleja sin querer. Recuerda de pronto que hace algunos años habría ido a buscarla para seguir divirtiéndose. Ese pensamiento le ensombrece el rostro. Cuántas cosas han cambiado.

Reanuda su reflexión sobre lo ocurrido en el colegio. Le había gritado a la profesora, es cierto. Pero ella lo había insultado. No había dudado en señalar sin piedad, delante de sus compañeros, los remiendos de sus pantalones, los pequeños (casi insignificantes) agujerillos de polilla en su boina o las -a ojos de Marcel- casi imperceptibles manchas de la camisa de su uniforme. Y todo esto antes de arremeter contra su madre, llamándola cosas que Marcel no comprendía del todo y que se relacionaban con el hecho de que estuviera viviendo en casa con ellos el hermano de su difunto padre, su tío Clemente. Marcel prorrumpió en lágrimas en cuanto salió del aula, pero antes le había gritado a la profesora. Lo había humillado a él, a su madre, a su familia y le había criticado por su condición social, y todo por no contestar bien una absurda pregunta de ciencias.

Al recordarlo, las lágrimas vuelven a los ojos de Marcel que, enfadado, se las limpia apresuradamente con la manga. Ya está cruzando el puente. Solo le queda subir la cuesta, torcer en la esquina, andar dos calles, y estará en casa. Un sitio al que, por cierto, tampoco es que tenga muchas ganas de ir.

Pasa junto a la carnicería, y casi sin intención, se detiene al ver su reflejo. El cristal está sucio, pero aún así ve su cara casi asustada, con los ojos verdes tan grandes que todo el mundo siempre se burla diciéndole que los cierre un poco. El pelo oscuro necesita ser cortado, y si hubiera algo que le confiriera color al rostro, también deberían dárselo. Mira triste su ropa, de colores apagados y en un estado bastante lamentable, sobre todo esos pantalones a los que ha tenido que ponerles un cordón a la cintura (su hermano Jaime había sido más ancho que él a su edad) y que dejan ver las piernecillas pálidas, con las rodillas llenas de costras y la mancha oscura con la forma de la isla de Ibiza (según su tío) en la pantorrilla derecha. Marcel odia sus piernas, como odia los lunares de su cuello o el rápido crecimiento del pelo, que desearía que fuera como el de los reclutas del pueblo, siempre corto y cómodo. Marcel aparta bruscamente la vista, luego suspira y sigue caminando.

La calle Mestas es la suya, y mientras se acerca al número 4, intenta reunir el valor para contarle a su madre la reprimenda del colegio y soportar, en consecuencia, el castigo de la mujer. Sin embargo, ya en la puerta de la casa, antaño de un bonito color verde, oye unos gritos. Reconoce la voz de su tío Clemente, profiriendo insultos contra la madre de Marcel; luego un estruendo y los chillidos de ella. Marcel quita la mano del pomo, donde la había puesto. Coge aire casi violentamente, y escucha de nuevo a su madre, María, gritar, insultar también a Clemente, y luego oye el estrépito de cosas cayendo. Marcel retrocede un paso; hay un instante de silencio, y luego alcanza a oír el llanto de un bebé (supone que el de su hermana Filomena) antes de que se reanuden los gritos y golpes de su tío.

Por el rabillo del ojo, ve a su hermano Jaime en la calle, caminando muy rápido, casi corriendo, en dirección a la plaza. Debe de haber salido por la puerta de atrás y haber atravesado el pequeño huerto de sus vecinos. Marcel se estremece, baja la mirada y echa a andar en dirección a la plaza. Una vez allí, no tarda en ver a su hermano, sentado junto a la fuente. La plaza está desierta excepto por los dos hermanos, un gato negro y algunas palomas y gorriones. Marcel se sienta junto a Jaime en silencio. Todavía lleva la cartera del colegio.

Ambos hermanos miran los silenciosos adoquines, casi esperando que hablen, o que actúen e intervengan en lo que sea que necesitan en sus vidas. No hablan. Los chicos tampoco, ni se cogen las manos, ni se miran. Rodean sus piernas con los brazos, y hunden la cabeza entre ellos. Marcel solloza una vez, y luego guarda silencio. Casi siente deseos de echarse a reír al pensar en su preocupación sobre la reprimenda de su madre, o sus nimios problemas académicos con la Historia y las Matemáticas, o en su vago desprecio a Antón y otros compañeros.

Jaime golpea una piedrecilla con la bota. Marcel siente deseos de hacer lo mismo, pero no lo hace. No lo hace. No hace nada. Cierra los ojos y bucea en su interior, buscando algo ¡cualquier cosa! Algo que él pudiera hacer. No encuentra nada. Es demasiado delgado, demasiado, bajito, pálido, escuálido, demasiado callado, frágil, débil, nimio, insignificante, cobarde. Demasiado pequeño.

Candela de L.




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