Artículo publicado en El País el 24 de junio de 2020
Hemos necesitado una pandemia para reconocer las insoportables
desigualdades en el derecho a la educación. Dispositivos móviles y conexión a
internet se han erigido en dolorosas metáforas de las condiciones de pobreza
material que impiden la educabilidad de muchos niños y niñas. Maestras y
maestros hemos tratado de llegar a cada rincón, a cada hogar, y nos hemos
asomado a entornos de cuya existencia algo sabíamos y en los que es imposible
reclamar concentración, trabajo y esfuerzo. Niños que burlaban la
vigilancia de la policía para poder acudir al hogar de un familiar que sí
contara con un ordenador. Niñas que debían aguardar a que todos en casa
durmieran para poder disponer del silencio que reclama el estudio.
Para paliar esto no basta con la provisión de una tablet.
No basta tampoco con la aprobación del Ingreso Mínimo Vital -pese a ser una
buenísima noticia-. Porque las desigualdades de capital cultural de las
familias son tales que niñas y niños parecen tener marcado a fuego en su código
postal cuál habrá de ser su futuro académico y profesional. El determinismo se
agrava en un sistema escolar tan segregador como el nuestro sin que nada apunte
-¡ni siquiera ahora!- a un golpe de timón en las políticas educativas. Veremos
en qué acaban los 2000 millones de euros cuyo destino debiera ser, según el
presidente Sánchez, la educación pública.
Maestras y maestros, con mayor o menos acierto, nos hemos
dejado la piel en esto. Claro que hemos cometido errores, y mucho habremos de trabajar
para enmendarlos. Pero hemos estado solos. Nuestras administraciones educativas
se han lavado las manos. No sabían qué hacer y han optado por la dejación de
funciones. Primero fue el silencio. Luego, el frenesí de instrucciones
contradictorias. Ahora, pretenden la vuelta a las aulas como si nada hubiera
ocurrido, imaginando una escuela en que sea posible respetar las distancias a
que la pandemia obliga sin reducir ratios, aumentar las plantillas o dotar de
infraestructuras.
Al abandono institucional hemos sumado el maltrato en los
medios. Se ha llegado a responsabilizar al profesorado del cierre de las
escuelas, cuando ni el estado de alarma permitía su apertura ni las condiciones
de los centros -de los centros públicos que yo conozco y en los que llevo 30
años trabajando- lo hacen posible. Tampoco los diagnósticos de los expertos
parecían apuntar a la raíz del problema, al menos desde la percepción de
quienes estamos a pie de aula.
Nuestro malestar y nuestro estupor son ya insoportables
cuando escuchamos a los responsables políticos hablar del curso próximo. Su
propuesta es -y ahí la propia Ministra- “optimizar espacios”, ignorando al
parecer que, en el escuela pública, hace años que bibliotecas, laboratorios y
aulas de usos múltiples se utilizan como aulas convencionales. Que centros
construidos para 600 estudiantes pasan ya de los 1000. Que no cabe un alfiler
ni en aulas ni en pasillos ni en patios, y que estos nada tienen que ver con
los fastuosos polideportivos que nos enseñan en los telediarios. De eso
hablamos cuando hablamos de los recortes que llevan asfixiándonos curso tras
curso.
Durante estos meses maestras y maestros hemos tratado de
acompañar a nuestros estudiantes supliendo la falta de educadores sociales -en
muchos casos fulminantemente despedidos al comienzo de esta pandemia allí donde
los había- sin escatimar ni medios, ni tiempos, ni energías. El
desmantelamiento de los Departamentos de Orientación y el menosprecio por las
labores de tutoría amenazaban con dejar a niñas, niños y adolescentes
abandonados a su suerte. Hemos dedicado mañanas, tardes y noches, días
laborables y festivos, periodo escolar y vacacional a acompañar educativamente
a nuestros 100, 200 o 300 estudiantes tratando de atender, en primer lugar, a
su situación personal: “Esta noche murió mi papá”. Que en esta ocasión -como en
tantas otras- hayamos tenido que suplir a psicólogos o trabajadores sociales no
puede enmascarar la apremiante urgencia de que unos y otros pasen a formar
parte, en número suficiente, de las plantillas de los centros. Y que la tutoría
reciba al fin en la jornada laboral docente el reconocimiento que merece. Ojalá
sea ya ineludible con la Ley Integral de la Infancia.
Hemos hecho todo lo posible por proponer escenarios de
aprendizaje pese a la desaparición de la clase como espacio y tiempo
compartido, como grupo humano. Y lo hemos hecho con nuestros propios equipos y
pese a la ausencia de plataformas institucionales ágiles y seguras. Cuando las
“autoridades” discutían acerca de cómo evaluar, lo que a nosotros nos agobiaba
era qué hacer para que el alumnado aprendiera. Claro que nos hemos equivocado
en muchos momentos. Y por ello estos dos meses que restan para el comienzo del
próximo curso debieran ser un tiempo ganado y no perdido, en que toda la
comunidad educativa trabajara codo con codo. En que nos escucháramos.
Pero es también la hora de la
política. Autoridades ministeriales y autonómicas no pueden seguir jugando a
esconderse. Cuando debieran estar también ellos preparando el próximo curso -construcción
de nuevos centros, mejora de infraestructuras, reducción de ratios, ampliación
de plantillas, dotación de recursos, reestructuración de la jornada laboral
docente, replanteamiento curricular, provisión de entornos virtuales que
aseguren la privacidad de los datos allí alojados-, los vemos dando todo por
perdido, desplazando la responsabilidad al que está “por debajo”. En esto ha
venido a parar “la autonomía de los centros”. En un sálvese quien pueda.
Necesitamos sumar voces y el concurso
de toda la comunidad educativa, de economistas y sociólogos, de politólogos y
periodistas, de cuantos están opinando de educación en los medios para exigir
una escuela pública a la altura de la de los países en que pretendemos mirarnos.
Una escuela que vele por la equidad educativa y la justicia social, por los
derechos de los más vulnerables y por la mejora del bienestar y la calidad de los
aprendizajes de todo nuestro alumnado.
No hay tiempo que perder. En
septiembre será tarde.